domingo, 23 de noviembre de 2008

Una Dulce Infancia

Yo no diría que mi niñez fue tan dulce como podría suponerse debido al título de esta entrada. En realidad éste responde a que mi niñez no fue dulce, si no más bien, llena de dulces. El pomo de caramelos de mi abuela, la propina de mi papa que utilizaba para helados, las latas de galletas del comedor, configuraban parte de la cantidad de dulces a los que tuve acceso de pequeño. Eso sin contar las Noches de Brujas en que regresaba con una inmensa bolsa llena de dulces y caramelos.

"Mamama", como llamábamos a mi abuela por parte de madre, guardaba caramelos en un pequeño pomo con tapa que tenía forma de pera. Deoendiendo de su ánimo a la hora de comprar, podían haber caramelos de chicha, de limón, de café entre otros, así como los de perita, que eran los que más me gustaban. De estos últimos era usual que me comiera unos cinco o seis al día a riesgo de "que se te piquen los dientes", según decía mamá. No sólo mi abuela era una fuente de dulces para mí. Mi madre hacía tortas cada cierto tiempo o helados si era verano, aprovechando el horno de la gran cocina que teníamos y la espaciosa refrigeradora de entonces.

En el comedor teníamos una repisa de tres pisos y en el más alto habían cuatro latas de diferente tamaño las cuales siempre tenían galletas. La más pequeña siempre tenía galletas enanas tales como las hasta hoy famosas municiones o a veces de animalitos. Las que menos me gustaban eran las de soda, que se guardaban en la lata más grande. Pero cuando aprendí a echarles mantequilla y a veces también mermelada, mi gusto por ellas cambió radicalmente.

En esos años mi padre me daba una pequeña propina, aunque no recuerdo si semanal o diaria. Debe haber sido lo último ya que era sólo en los veranos y constaba de un sol, el cual utilizaba para comprar helados. El que más me gustaba era uno llamado Carioca, que era de limón o de naranja ya que siempre me han gustado los sabores. ácidos. Por ello, apenas recibía la ansiada moneda me sentaba en el murito de la puerta de entrada a mi casa a esperar que pase una carretilla de helados. La famosa corneta de los heladeros de D´onofrio anunciaban su presencia un par de cuadras antes. El verano que más recuerdo fue aquel en que mi tío, el que iba y venía de Estados Unidos, me trajo un modelo de sandalias que no se encontraba así no más en el Perú (eran los tiempos de Velasco): tenía una figura de superhéroe, la cual cambiaba según el ángulo desde el que se le mirara. Hubiera sido la envidia de mis amigos y un gran orgullo de parte mía si no fuera porque la figura era de la Mujer Maravilla... Supongo que es en parte, debido a ello, que nunca me ha agradado mucho usar sandalias.

Otra gran fuente de dulces, la más grande y que se daba una vez al año era Halloween o la "Noche de Brujas" en que todos los niños debíamos disfrazarnos y salir a pedir caramelos de puerta en puerta. Nos juntábamos en un grupo grande y siempre nos acompañaba algún padre. Quien no estuviera disfrazado era mal visto: no era posible que te pudiera desplazar de tu ración de caramelos alguien que no se había esforzado en disfrazarse de alguna forma. No recuerdo de qué salí vestido todos esos años, pero si recuerdo el botín: una grandísima bolsa de caramelos y chocolates que podía durarme un par de meses. El único disfraz que recuerdo es uno que marcó mi jubilación de la época de disfraces. Fue un disfraz de Mickey Mouse, para el cual mi madre me fabricó un par de orejas negras, un pantalón negro (que más parecía una panty) y una cola, como corresponde a todo ratón que se respete. Y pareció ser un éxito ya que los ¡mira! de muchos de los otros niños me aseguraban que se habían sorprendido con mi disfraz, en realidad el sorprendido y avergonzado fui yo cuando logré escuchar: ¡que roche, tiene cola! Y esa fue mi última noche de pedir caramelos.

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