miércoles, 17 de diciembre de 2008

Frustraciones Infantiles

De pequeño hubo muchas cosas que quise hacer o al menos probar pero nunca pude. El necesitar permiso de los padres puede ser un gran impedimento, mas aun si eres el menor de tres hermanos y la diferencia de edad es grande. Como yo era, fui y soy "el más chiquito" de los hermanos a pesar de que algunas amigas dicen que soy "enorme", era el más protegido de la casa. Ejemplos hay muchos pero hay algunos que se quedaron para siempre en mi memoria. De algunos me cobré la revancha con los años. Otros aún están pendientes.

Siempre fue mi sueño ser boy scout. Siempre me llamó la aventura con y en la naturaleza. La prueba es que de niño jugaba solo en los jardines de la casa o en el parque de la esquina. Pero el hecho de viajar y conoce lugares nuevos más alejados de mi casa, o mejor aún de mi ciudad me seducía demasiado. Cuando estaba en primaria nos ofrecieron entrar al grupo de los boy scout. Los únicos requisitos eran tener esa sed de aventura, es decir, las ganas y traer el permiso firmado de los padres. Las ganas las tenía solo yo, mas no mis padres. "A tu hermano le fue muy mal y vino llorando". No importaba que yo no fuera mi hermano, mis padres no querían que yo sufriera como le pasó a él. "Se olvidaron la comida y sólo comieron tallarines mal hechos y les dio sed y regresó hasta con fiebre". No pude hacerles entender que si yo fuera de campamento lo último que me olvidaría sería la comida. Es más, podría olvidarme de todo el resto menos de ello.

A partir de los 18 años; ya trabajaba desde los 16; empecé a ir de campamento y a viajar. Fue difícil el convencer a mi familia de que los robos, atropellos, accidentes, asesinatos y descuartizamientos podían sucederme en Lima o estando también de viaje. Pero finalmente zarpé y tuve mi primer campamento el cual relataré más adelante. Después me fui muchas veces y era sabido que cada feriado largo, yo jamás estaba en Lima. De hecho que la vida da vueltas, muchas veces no pude irme de campamento por no tener carpa. Hoy que cuento con tres de diferentes tamaños, las mas de las veces no encuentro con quienes ir...

Otra oportunidad perdida es cuando quise entrar a la banda del colegio. Siempre quise aprender a tocar algún instrumento musical. No me importaba empezar con el famoso triangulito que algunos compañeros creían que era ridículo o humillante. Yo quería aprender, pero de nuevo me di con la misma pared: necesitaba permiso escrito de mis padres. Y ellos no querían que sintiera frustración alguna en caso de que después de las pruebas que se hacían para ingresar a la banda de música, no me aceptaran. El resultado es que sigo siendo tan falto de ritmo y desorejado como en esos tiempos. Es un reto pendiente aprender a tocar algo, aunque sea el triangulito.

Otra experiencia que no pude cumplir fue subirme a los carritos chocones. El primer impedimento era mi corta edad y tuve que esperar a cumplir la edad minima que ponian como regla. Cuando ya la tenia, no me dejaban subir porque seguro me iban a chocar... Tanto y tanto insisti que la unica vez que logré subir, fue acompañado de mi hermana, y será fácil suponer quién manejó. Así que en realidad, nunca choqué a nadie. Y de grande sería un poco complicado jugar a los carritos chocones con autos de verdad.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

"Es muy tímido"

El hecho de no hablar mucho hacía que no me comunicara casi con mis compañeros de clase, lo que hacía que me concentrara más en las clases. No sólo era la precaución de no hablar mucho, sino que no tenía mucho de qué hablar o al menos, no sabía con quién hacerlo. El primer grado me pareció muy fácil. En el segundo quedé como primer puesto del salón y en el tercer grado quedé segundo. La profesora me regaló una medallita que decía algo así como "Honor al Mérito" que debía llegar colgada al lado de la insignia. En ese tiempo utilizábamos el típico uniforme color rata: pantalón gris, camisa blanca y chompa gris oscuro si el clima lo ameritaba. La insignia, con el símbolo que caracterizaba al colegio, era lo único que nos diferenciaba de los alumnos de cualquier otro colegio, sea público o privado.

En tercer grado cuando estábamos saliendo del salón, uno de los otros niños me dijo algo inenteligible y me lanzó una cachetada que a decir verdad, casi ni me dolió, pero si me dio cólera. Estaba a punto de reaccionar para devolverla cuando C., el único otro niño que tenía el mismo apellido que yo, me detuvo la mano y me dijo: "si le respondes terminarán peleando y te quitarán la medalla de mérito". Y tenía razón, eso era lo que buscaba el tal J., quien me había golpeado: que me quiten la bendita medalla. En realidad, a mi me daba algo de roche llevarla ya que nunca he sido ostentoso, pero me dio cólera esa intención de provocarme. Así que hice lo que más le dolió: no reaccionar, darle la espalda y seguir caminando. Quizá fue entonces cuando aprendí a pensar antes de actuar, a darme cuenta de las consecuencias que pueden causar los actos de uno mismo. ¿Calculador? No lo sé, pero si entendí que era mejor pensar las cosas en frío, más calmado.

La primera vez que me sacaron a leer un libro delante de toda la clase, fue una experiencia terrible para mí. En esos años no tenía como saber que mi voz no era alta, que en realidad cuando yo creía gritar, las demás personas me escuchaban a un volumen normal. La explicación, que hallé algún tiempo más tarde, es que mis oídos eran (y son) bastante sensibles y que por lo tanto yo me escuchaba a mí mismo mucho más alto que a los demás. El estar parado allí, haciendo un esfuerzo sobrehumano para leer en voz alta (aún no sabía usar los músculos del abdomen para darle potencia a la voz ni que se la puede hacer rebotar en las paredes) delante de un montón de niños que me miraban con expresión de desconcierto (porque obviamente no escuchaban nada), hizo que me sintiera más que mal. La profesora decidió cambiarme por otro niño que leyera mejor y mientras iba a sentarme deseé jamás volver a estar en esa situación. Así nació mi "miedo escénico", el cual fue superado varios años más tarde. Nunca me ofrecí para leer nada delante de mis compañeros y tampoco hablaba casi. Mis notas eran muy buenas y mi conducta impecable lo que me valía los primeros puestos, pero también la misma anotación a la espalda de la libreta, todos los años: "es demasiado tímido".

En casa no entendían porque me tildaban de tímido ya que no era así cuando jugaba con mis amigos o con mis hermanos. En realidad, la Casa de San Isidro representaba para mí algo así como un refugio; quizá por ello la extraño tanto. En mi "cuartel general" nadie amenazaba con querer pegarme o con leer cosas en voz alta. Y tampoco necesitaba alzar la voz para que me escuchen, lo que parecía imposible en el colegio. Y no tuve mucho problema en hacer amigos "del barrio" que se fueron multiplicando con los años. Me convertí algo así como el "niño modelo", algo que internamente odiaba pues sabía que las mamás de mis amigos me utilizaban de ejemplo cuando ellos se portaban mal. Y en el colegio me convertí en "el mudo", debido a mis pocas palabras o ninguna durante muchos años.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Primer Día de Clases

Tendría unos cinco años cuando mi madre me avisó que debía dar un examen para entrar al colegio. "No te preocupes que seguro será fácil". El vaticinio resultó más que exacto, el examen fue efectivamente demasiado fácil, el ver dibujos de animales para ponerles el nombre correcto o cosas aún más fáciles que ya ni recuerdo, me decepcionaron un poco. Creo que la promesa de un reto me sedujo y al rendir esta prueba me quedé con cierto sinsabor. Pero lo olvidé pronto pues se acercaba mi primer día de clases en el colegio donde estudiaron mi padre, mis tíos y donde estudiaba mi hermano, así que me sentía algo emocionado. Yo ya había visto, tanto en el nido como en otros colegios, cómo muchos niños lloraban, chillaban o eran presa de una furibunda pataleta tratando de evitar que sus padres no los dejaran solos en ese gran patio donde no conocían a nadie.

En mi caso, nunca lloré por ello. Aunque no lo aparentara yo era, y aún soy, muy curioso. Así que esa particularidad me hizo sentir cómodo ante la posibilidad de conocer un nuevo lugar tan grande como era el local del colegio Maristas de San Isidro en 1980. Me quedé maravillado mirando los muros, el gran jardín con rayas blancas que luego sabría que no era tal sino una cancha de fútbol, el portón de entrada y salida, las columnas, etc. Todo ello me distrajo tanto que olvidé qué sección se me había asignado. El Maristas, al menos en ese entonces tenía 6 secciones, de la "A" hasta la "F", del primer al cuarto grado de primaria. Y yo había olvidado la letra que me correspondía así que no sabía muy bien qué hacer. Me preguntaba a mí mismo si sería prudente entrar a cualquier salón y que me indicaran qué hacer cuando vi a otro niño aparentemente de mi edad, cargando una carpeta. Se llamaba A. y parecía estar a punto de llorar, mas no de susto sino aparentemente de cólera. Una profesora se le acercó y le preguntó que le pasaba: lo habían cambiado de salón con carpeta y todo y no sabía donde quedaba el nuevo sitio de destino. Así que la profesora lo ayudó y de paso a mi también a ubicar dónde debía dirigirme.

Lo que más recuerdo de ese primer año es un salón lleno de estantes llenos de libros llenos de colores, y armarios llenos de plumones, crayolas, colores, etc. Para mí era como estar en el paraíso, siempre me ha gustado leer y también dibujar (a pesar de ser un cero a la izquierda en dibujo), pero eso no me detendría si me daban permiso para usar todo ese material.

El primer recreo fue inolvidable: cuando nos dejaron salir, no estaba seguro de qué hacer así que empecé a pasear por el patio a ver qué de interesante me deparaba el destino. No me deparó nada interesante sino estresante. Poco antes de que sonara el timbre que indicaba el regreso a clases se me acercó otro niño que dijo llamarse B. (en ese tiempo todos nos llamábamos por apellidos) diciendo que ya se había peleado con casi todos los del año y que quería saber cuál de nosotros dos pegaba. Era algo difícil que se hubiera peleado con otros 200 niños a mitad del primer día de clases así que le dije que en realidad a mi no me gustaba pelear y que no veía ninguna razón para hacerlo. Eso pareció enfurecerlo más y decirme que si no peleaba con él entonces yo era un marica. Quizá fue un error decirle que si quería dijera que él me pegaba porque de verdad no quería pelear (y me importaba un pepino esa sonsera de quién pegaba o no). Cuando parecía disponerse a pelear así yo no quisiera sonó el timbre salvador, a la vez que pasó cerca un niño de segundo año que le dijo "ya déjalo tranquilo o te vuelvo a pegar". Ante lo cual mi improvisado retador tuvo que irse murmurando "ya habrá oportunidad" o algo por el estilo.

No sabía entonces que mi paso por todos los años de colegio estaría marcado por situaciones similares: cuando alguien quería abusar de mi o agarrarme a golpes gratuitamente siempre aparecía alguien más grande que me protegía o tenía suerte de que se cruce algún profesor en el momento más indicado. De esta forma, nunca tuve una bronca ni la necesidad de pelear con nadie. Ni me hubiera convenido ya que era demasiado chato y demasiado flaco en comparación con los otros niños de mi edad. Y así, de esta forma también aprendí a callarme la boca y no responder a nada ni a nadie, ya que me di cuenta a tiempo que mi innato sarcasmo podría traerme duras complicaciones. Ello también hizo que tuviera fama de callado lo que daría paso a un apodo que me duró muchos años... pero esa es otra historia.