miércoles, 25 de julio de 2012

Dolores Auditivos

Una de mis mejores amigas me hizo recordar uno de mis más comunes padecimientos de niño: los dolores de oído. Parece que mi memoria optó por borrar estos eventos por un tiempo o será que nunca me volvió a doler. Lo cierto es que fue uno de mis terrores cuando me pasaba, este dolor sólo podría describirlo como semejante a cuando se destapan de golpe los oídos al cambiar bruscamente de altitud. Por ejemplo, cuando uno baja de una altura de sierra a la costa y se le ocurre bostezar: el golpe que se siente dentro del tímpano es feo, pero si uno se imagina varios golpes que le resuenan dentro de cada oído como mazazos uno detrás de otro, entonces tendrá una idea de cómo era mi problema cuando era atacado por este mal.

No recuerdo si era uno de los síntomas del resfrío o de la gripe o venía sin compañía. Pero sí recuerdo que alguna relación tenía con las "cucarachas" que mi otorrino, el doctor Watanabe me sacaba cada cierto tiempo del fondo de las orejas. Recuerdo las persianas verdes de su consultorio y las inagotables revistas de Condorito que leía mientras esperaba mi turno. Se ponía su vincha con una pequeña lamparita adosada a la misma y cogía una especie de tenaza de metal la cual introducía en mi oreja. Aún puedo evocar el frío que se sentía cuando su herramienta chocaba con las paredes del oído y las pequeñas cosquillas que me daba cuando jalaba alguna pequeña masa marrón, o poco más, de allí dentro. "Mira las cucarachas que saqué" me decía orgulloso blandiendo lo que había pescado de dentro de mis orejas. Y fue también él quien me recetó las gotas para el dolor de oído. Se llamaban "Audal" y fueron una bendición para calmar aquel padecimiento que de niño me atacaba periódicamente.



El "Audal" era un pequeño chisguete amarillo parecido a una pomada, sólo que lleno de un líquido medio viscoso y amarillo. Debía poner agua caliente en un vaso, utilizaba uno de plástico y el agua del termo del comedor, y una vez que estuviera por lo menos tibio tenía que echarme de costado con la oreja dolorida hacia arriba y echarme un par de gotas presionando el tubo para seguidamente taparme el oído con un pedazo de algodón. Debía estar así por lo menos unos diez minutos para evitar que el líquido se regrese. Y cuando no esperaba lo suficiente, el efectivo "Audal" se encargaba de hacerme echar de nuevo cuando se regresaba quemándome buena parte del interior de mi oreja. Si me dolían ambos oídos debía repetir el proceso con el otro lado. Indefectiblemente, el pedazo de algodón siempre salía manchado de amarillo intenso. Y yo terminaba efectivamente aliviado.



No recuerdo que haya vuelto a tener un dolor de oídos como el descrito desde hace muchos años. No sé si tendrá algo que ver con mi intensa capacidad auditiva actual pero lo cierto es que esa habilidad para escuchar hasta el más mínimo detalle de lejos también puede ser una desventaja rayando en la tortura: hoy necesito usar tapones para dormir pues al tener tan desarrollado el oído puede despertarme el sonido de las gotas de lluvia cayendo en mi jardín o una señora pasando con tacos delante de la puerta de mi casa. Considerando que mi cuarto queda casi al fondo de la casa es evidente que no podría dormir sin los tapones salvadores, salvo que esté realmente agotado. Y ya tengo mi provisión de cajitas por si a la compañía que los fabrica algún día se le ocurre descontinuarlos.

jueves, 19 de julio de 2012

Buscando Nueva Casa

En alguna de las entradas anteriores hay alguna somera descripción de la casa de San Isidro. Recuerdo que alguna vez escribí que casi todos mis sueños que transcurren en una casa, son en ella. Digamos que mis vivencias de los 0 a los 18 años quedaron muy marcadas allí. Solía decir que si algún tenía demasiado dinero, la compraría y la modificaría hasta dejarla igual o casi igual a como fue durante esos años. Y tendría que recomprarla porque la tuvimos que vender. La economía en casa se fue resquebrajando con los años y con los gobiernos. Gracias al milagroso primer gobierno de Alan García, más conocido en esos años como "Alan Damián", nos fuimos casi a la quiebra. Digo milagrosos porque para que una sola persona atrase por cerca de 20 años a todo un país, pues no hay que restarle méritos creo yo. Nuestra casa, si mal no recuerdo, tenía cerca de 400 metros de terreno y unos 200 y poco más de área construida. Era bastante grande y albergó a mis dos padres, mis dos hermanos, mi abuela y durante buen tiempo a mi tía abuela también. Y a veces, a alguna trabajadora del hogar, que alguna vez requerimos.

Es decir, alguna vez llegamos a ser ocho personas conviviendo casi cómodamente. Pero los tiempos cambian y la economía también. Durante el año 1990 y 1991 estuvimos viendo de vender la casa pero siendo tan grande nadie parecía dispuesto a comprarla y menos aún, pagar lo que realmente valía. Y como somos previsores, nos pasamos ese tiempo viendo casas y departamentos, cual corredores inmobiliarios. Puedo decir que la experiencia me gustó mucho: el visitar en una casa, poder sentir algo así como su "personalidad" y también encontrar todas sus fallas o cositas escondidas que ni los dueños o el corredor querían que uno notara. Lo que menos deseaban es ver a un chiquillo, prácticamente recién salido del colegio con una especie de maldito radar que los ponía en apuros para explicar tal grieta acá, tal humedad allá y cuanta cosa sintiera que andaba fuera de lugar. Y también era un problema cuando visitaban nuestra casa ya que mi abuela nunca quería estar visible. Debido a que su cuarto quedaba en el primer piso, era el primero que llegaría a ver cualquier visitante. Nos daba tiempo de avisarle pues quedaba al fondo del corredor. Pero alguna vez nos tomaron de sorpresa, cuando le avisamos que una pareja de señores vino a ver la casa no dio tiempo de que se fuera escaleras arriba o se pasara al patio por la puerta adicional que tenía el jardín. Le sugerimos que se quedara sentada en su mecedora mientras tejía y que no se preocupara a lo cual asintió, al parecer no muy convencida.

Grande fue nuestra sorpresa cuando llegamos al cuarto de mi abuela con la pareja visitante y ella no estaba. Nunca la vimos salir y era imposible que haya salido por el patio en otras ocasiones. Lo cierto es que se esfumó. Algo que le llamó gratamente la atención a nuestros visitantes fueron los amplios closets que teníamos. Puertas corredizas y bastante fondo tanto que podían caber dos o tres personas al mismo tiempo. El señor abrió una de las puertas y asomó un poco la cabeza. Una sospecha pasó al mismo tiempo por la mente de mi madre y la mía y respiramos aliviados cuando el visitante decidió no entrar a revisar más adentro del closet. Una vez que se fueron los sorpresivos visitantes prácticamente corrimos al cuarto de la abuela a cerciorarnos si es que estaba donde creíamos. Pues adivinamos: había acomodado un banquito al fondo del closet y se había sentado ahí a leer medio tapada por algunas prendas que colgaban de sus respectivos ganchos. Si nuestro visitante hubiera metido más la cabeza hubiera encontrado a una anciana tejiendo metida en un closet y podría haber pensado que la maltratábamos metiéndola allí o quizá nos hubiera preguntado si venía incluida con el inmueble. Lo cierto es que nos pasamos más de un año tratando de vender nuestro querido caserón y buscando donde mudarnos. Pero el desenlace de la mudanza aparecerá recién en la próxima entrada.

martes, 10 de julio de 2012

Mi Primer Dentista

No recuerdo con exactitud la primera vez que me llevaron al dentista. Recuerdo sólo a uno y no como muy buena experiencia. Cuando escucho la palabra "dentista" lo primero que viene a mi mente es el taladro (que me costó colgar en esta entrada debido a mis malos recuerdos sobre él) y el dolor, o mejor dicho dolores que me causaron los pocos dentistas que debo haber tenido en mi vida.
Estoy seguro que a más de uno le recordará pesadillas. El solo recuerdo del sonido del motorsito diabólico cerca a mi cara ya me espanta. La sensación de que me destruían un diente o muela de a poquitos me aterraba y el sabor del agua que debía escupir de rato en rato me daba asco. Sólo esa parte de tooooda la visita al dentista, me era ya super traumática. Alguna vez me tuvieron que sacar una muela con raíz y todo. "No te preocupes, te pondremos anestesia" me dijeron. Y pobre niño confiado, yo creía que por eso ya no iba a doler nada. Lo que no me aclararon es que iba a necesitar anestesia para que no me duela la clavada de la tremenda aguja que me clavarían dentro de la boca para ponerme la bendita anestesia "para que nada me duela."
Cuando fue insertado semejante monstruo dentro de mi pobre boca recordé a toda la parentela femenina de mi dentista hasta llegar a la misma Eva. Así de insoportable me pareció el dolor en una zona por demás bastante sensible. Esa fue uno de los inicios de mi fobia a los dentistas en general.

Tiempo después mi papá me convenció de volver a ir al dentista. Se me había picado una muela y supuestamente había que cambiarla. El primer día fui acompañado de mi señor padre quien me presentó a su amigo. Le decían "pitufo" porque era algo chato y me cayó bien. Pensé que no lo odiaría como al que me clavó la inyección terrible descrita en el párrafo anterior pero no, era muy buena gente y muy agradable. También me explicó que no debía preocuparme tanto porque mis dientes no fueran tan blancos como se veía en los comerciales de pasta dental: "que sean blancos no quiere decir que sean sanos, tus dientes son bastante duros y a pesar de no ser tan blancos son de mejor calidad que muchos otros". Nunca supe si era el preámbulo para que lo odie también a él o si era verdad lo que me decía.

Al que sí odié fue a su ayudante. Resultó que necesitaba una ortodoncia y para ello era necesario que me saquen una radiografía de la muela. "No duele", me dijo y dada la experiencia anterior no lo creí. Entonces el ayudante me enseñó una plaquita negra y me explicó que ello se acomodaba al lado de mi muela y que el proceso era muy rápido. Y otra vez caí en la farsa. Lo que no me dijo es que la plaquita de marras debía ir clavada entre dos dientes y hasta el fondo de la encía que me dolía como los mil diablos. Y obviamente no me atreví a pedir que me pusieran anestesia. Al final, salí casi llorando pero con un lindo primer plano de mi muela picada. El esfuerzo valió la pena, unas dos semanas después de algunas dolorosas sesiones de con taladro y demás instrumentos de tortura tenía mi nueva muela hecha de amalgama, si es que no recuerdo mal el nombre. Y la llevé orgulloso por casi medio año en que la reluciente pieza dental decidió irse a en libertad ya que se salió sola. Y desde entonces nunca más fui engañado ni torturado por dentista alguno.

miércoles, 4 de julio de 2012

Mi Segunda Biblioteca

Cuando ya estaba en tercero de secundaria era un asiduo visitante de la biblioteca de mi colegio. Había encontrado pocos libros de Emilio Salgari, uno de mis autores favoritos, pero allí me hice "amigo" de Julio Verne
quien me entretuvo horas de horas con viajes ya sea a la luna, al centro de la tierra o al fondo del océano entre otras aventuras que me tuvieron recorriendo el universo mientras estaba echado en el sillón de la sala, en mi cama o mientras almorzaba o cenaba.

Poco tiempo después conocí una colección llamada "Los Pequeños Investigadores" de Alfred Hitchcock. Algunos de mis mejores amigos, antiguos visitantes de la biblioteca del colegio pugnaban por conseguirlos y leerlos ya que era una especie de serie ordenada por capítulos. Y de hecho que me pareció bastante interesante cuando me prestaron uno para hojearlo. Pero resultó muy difícil conseguir alguno, no éramos los únicos que habían descubierto semejante tesoro, así que mi solución fue el sistema de reservas. Pero no contaba con que la lista de reservas era tan larga que más fácil era esperar a ver cuándo tendría suerte de encontrar libre alguno de los libros de la dichosa serie. Un compañero de clase siempre tenía alguno de estos libros en su mochila y me preguntaba cómo hacía para saber en qué momento pedirlos. Grande fue mi sorpresa cuando en una de mis asiduas visitas a la biblioteca en los recreos lo encontré atendiendo en ella. Me enteré de golpe que existía un sistema de atención de alumnos de apoyo, cuatro en total que atendían al resto de alumnos en los recreos ayudando a la bibliotecaria. Mi amigo me contó que uno estaba por irse así que era la oportunidad perfecta para estar cerca de los ansiados libros que nunca podía sacar.
Fui presentado a la bibliotecaria quién me instruyó rápidamente y me puso a cargo del alumno que se estaba por retirar a fin de que me enseñe todo lo que él había aprendido. Fui mi primera experiencia con un "jefe" déspota y abusivo, entonces aprendí que existen personas a las cuales no se les puede dar ni una pizca de poder ni gente para mandar. Fueron dos semanas en que tuve que aguantar humillaciones e insultos pero la posibilidad de conseguir los ansiados libros que tanto tiempo quise leer no fue lo único que me estimuló a contar los días de esta pequeña dictadura.

Resultó que la misma sensación que tuve cuando me presentaron el mueble lleno de libros en mi casa (Ver: Mi Primera Biblioteca) me vino al cuerpo pero multiplicada por 100. Tenía a mi disposición corredores de corredores de libros de todo tema y tipo. Aguantar a un cretino por cuatros días más podía valer la pena, sobre todo que le irritaba que yo no le respondiera. Allí aprendí a tener paciencia para no caer en las provocaciones. Mi suplicio llegó a su fin más rápido de lo que pensaba. Cuando mi "jefe" perdió la paciencia por enésima vez ya que yo me rehusaba a contestar sus insultos me metió una cachetada, asumo que de desesperación, acto que fue visto por la bibliotecaria quien se sorprendió y molestó al mismo tiempo. Así que pronto fui libre de trabajar sin problemas y de tener acceso a todos los libros que quisiera, siempre y cuando no fueran solicitados por otros alumnos. Tuve acceso a la lista de reservas y me di cuenta que los libros que siempre tenía mi amigo eran los que nadie pedía porque ya eran más o menos antiguos, es decir, no eran los más pedidos. Ahí aprendí que no se debe abusar de una posición de dominio y le tuve mucho más respeto ya que indirectamente me dio una lección de vida que llevo hasta ahora.

Ese día ambos fuimos elegidos como los dos mejores lectores del año por la cantidad de libros que leíamos. Me decepcionó un poco que el premio a mejor lector del año fuera... un libro. Pero lo que me gustó fue que era de Salgari y justo uno de los que no tenía en la colección de mi casa. Me pareció un gran gesto de parte de la bibliotecaria quien tenía mucho aprecio por quienes colaboraban con ella. Recuerdo que no sólo aprendí a clasificar y reparar libros (artes que he olvidado un poco actualmente) y a confeccionar fichas con resúmenes de las novelas más leídas por los alumnos del colegio.

Fueron tres años los que colaboré con la biblioteca la que representó muchas cosas para mi: un refugio de quién fue mi terror en los recreos (hoy lo acusarían de algo parecido al bullyng), un caja de sorpresas pues ante cada llegada de nuevos libros me llenaba de emoción tratando de adivinar de qué títulos se tratarían, de crecimiento pues algunos valores y otros saberes que poseo vienen de esa época.


Y por último sirvió de alivio para mis padres cuando yo ya estaba en quinto de secundaria. Ya la economía en casa no era la misma y se estaba haciendo difícil pagar la pensión del colegio. Fue entonces que mi doble esfuerzo de representar a mi escuela mediante el tenis de mesa y de trabajar en la biblioteca me permitió acceder a media beca. Claro que también valió el que a pesar de no ser de los primeros puestos mis notas no eran malas a pesar de las actividades extra académicas. Aunque según algunos desde los 16 años ya me estaba perfilando como workaholic con tanta actividad... En la foto aparezco (con muchísimos kilos menos) entre la señorita María Becerra (Bibliotecaria) y Barsen García (Director) quienes mucho tuvieron que ver con parte de mi formación académica y personal.