jueves, 28 de abril de 2011

Mi Primera Biblioteca

Desde chico me gustó leer. No tengo recuerdos de que mis hermanos hayan estado leyendo algo sin que yo pudiera hacerlo salvo que estuviera en otro idioma. El Comercio, periódico que compraban a diario en mi casa fui una de mis primeras lecturas frecuentes, sobre todo las tiras de cómics que ponían en ellos. Pronto empecé a leer de todo, pero en ese entonces aún me aburría mucho la parte de política. Empecé a tomarle interés poco tiempo después ya que por la casa rondaban dos libros que empecé a leer por partes. Se trataba de "El Poder Invisible" y de "El Miserable". Más que todo me gustaba ver las fotos y la descripción de las mismas pero pronto me comenzó a interesar el contenido. "El Otro Sendero" también me pareció bastante interesante. De esta forma empecé a leer todo lo que cayera en mis manos: periódicos, revistas, libros de todo tema y de tanto en tanto algunas novelitas de bolsillo que compraba mi papá. La mayoría eran de ciencia ficción y algunas otras de espionaje. Me duraban menos de la mitad del día pues me concitaban tanto interés que no las soltaba hasta que las terminaba.

Poco a poco mis padres empezaron a "soltarme" uno que otro libro de aventuras, quizá al ver que tomaba prestados los que leían mis hermanos. Cuando se cercioraron que leía como condenado y que las novelas no me duraban más de tres días decidieron hacerme un regalo muy especial: en la Casa de San Isidro, especialmente en el "Patio de la Virgen" como le llamábamos había un armario celeste que sólo podía ser abierto con llave. Nunca supe ni me interesó qué había dentro. ¿Por qué le interesaría a un niño de 12 o 13 años un armario viejo ya algo polvoriento? Salvo que sea un fanático de la lectura, sobre todo de novelas y que dentro de él haya precisamente eso, novelas. Fue una especie de emoción violenta. El ver tantos libros y novelas todos juntos dentro de un armario y mi cabeza sólo llegaba a la mitad de su altura.



Desde ese día mis más fieles compañeros de aventuras fueron "Sandokán", "El Capitán Tormenta" y "El Corsario Negro", todos de Emilio Salgari, uno de mis autores favoritos sino el primero en orden de preferencias. Julio Verne también fue culpable de que pase horas de horas ensimismado en su "Viaje a la Luna" y demás obras imperdibles. Y numerosos títulos y autores, que no me es posible recordar todos salvo que vea el título y deba decir "ya lo leí", y fácil lo volvería a hacer. Otro de mis autores favoritos fue y es Sofocleto (Luis Felipe Angell, que en paz descanse) de quien había varios libros en la casa, siendo muy divertidos e ingeniosos. El principal se llamaba "Los Cojudos", y otro que me hizo reír mucho fue "El Manual del Perfecto Deportado". Tuve que investigar para saber que Sofocleto fue deportado varias veces por diferentes gobiernos, debido a que practicaba un humor irreverente y sobre todo muy sarcástico con los políticos de los años en que tuvo vigencia. Lo considero el culpable del poco o mucho sarcasmo que pueda estar reflejado en algunas o en gran parte de las líneas que escribo. He aquí un link a un pequeño extracto de una de sus obras más conocidas: http://www.trazegnies.arrakis.es/index9b.html

Me pasé más de un verano (vacaciones de colegio) leyendo. Leía echado en el sillón de la sala, leía mientras viajábamos a algún lado en el carro, leía mientras desayunaba, almorzaba o cenaba y leía, por supuesto, en el baño... A mi madre era a la que más le molestaba que leyera en la mesa, pero no el hecho de leer, sino que me demoraba mucho en terminar de hacerlo. Siempre me decía que tardaba tanto en terminar de comer que mejor me servía todo frío. Si en ese tiempo hubiera existido el microondas no habría tenido que aprender a leer tan rápido. Mi integridad alimenticia empezó a depender de mi "rapidez lectora". Y también aprendí lo que era el equilibrio ya que al ser seis comensales en una mesa pequeña, el poder apoyar un libro en ella era poco menos que imposible. Así que me las ingenié para pararlo delante de mí. Me servían de apoyo o una jarra o un termo y para que las páginas no se regresen, mis aliados eran los frascos de mostaza o kétchup o si el libro no era muy grande, podía utilizar el salero o el azucarero. Desistí de usar vasos con agua pues corría el riesgo de ahogar al protagonista de la novela de turno. Debo confesar que esta mala costumbre de leer comiendo se me ha quitado. Actualmente veo películas mientras me alimento. Y el hábito de la lectura continúa, pero esta vez de manera nocturna con todas las novelas que sea capaz de encontrar...

domingo, 24 de abril de 2011

Peligro en la Cocina: limones traicioneros

Ya he contado antes cómo fue que mirando aprendí a cocinar algunas cosas simples tales como la premisa básica de cómo freír un huevo. Pero otra cosa es sancocharlo... para ello se necesita una olla pequeña con agua para hervir el huevo dentro y sobre todo tener un buen minutero o "timer" y recordar para qué fue que lo programó uno, más aún recordar que lo programó. Si uno lo olvida pueden pasar dos cosas: la primera que el agua se seque, el huevo se negree y al final parezca un huevo de pascua, es decir, de chocolate por el color marrón, pero francamente incomible. La segunda probabilidad es que el huevo no esté del todo bien sellado, es decir, que explote convirtiendo el proceso de sancochado en un sopa medio rara de color amarillo, blanco y algunos tonos no muy confiables de verde.



Luego aprendí como se hacían el arroz y los fideos, procesos bastante fáciles pero con algunos secretos que hacen que el sabor sea mejor que otras formas de prepararlas más comunes. Pero lo que en realidad más me llamó la atención fue el preparar postres. Empece con la típica cajita de helados Royal cuyo polvito mezclaba con la leche batida cuando ya estaba a punto. Azúcar más y listo, a la congeladora para disfrutar después de doce horas. Pero me empezó a aburrir el mismo sabor artificial de siempre y decidí incursionar en el campo de los helados de sabor natural. Mi primer experimento tuvo un resultado formidable: fue un desastre y las manchas en las paredes de la cocina eran fieles testigos de ello. Necesitaba jugo de alguna fruta para poder echarle a la leche batida así que no tuve mejor idea que hacer una super limonada pensando en preparar un incomparable helado de limón que sabiera realmente a limón. El problema fue que cuando lo eché en la leche algún proceso químico debe haber conspirado para que el helado decidiera irse a visitar las paredes de todos los alrededores incluyendo mi ropa que quedó moteada de blanco. La solución fue poner papel periódico a los alrededores de la batidora para evitar que la cocina se convierta en un campo de nieve en pleno y radiante verano. Para terminar rápido debo confesar que el helado nunca se convirtió en lo que yo esperaba. A las horas siguientes decidió volverse una masa espumosa que tenía un gusto alco cercano al limón pero mucho más a la leche cortada... semanas después descubrí para que servía el colapiz... También descubrí que la lúcuma, el mango y otras frutas pulposas no lo necesitan para hacer cuajar el helado y que éste por fin terminara siendo un éxito entre la familia y amigos.

Luego de mi éxito con los helados decidí incursionar con las tortas. Como me daba un poco de miedo manipular el horno a esa edad opté por probar de hacer tortas o postres que sólo necesitaran refrigeración. Lastimosamente en el recetario de mi abuela no encontraba ningún postre que no tuviera al menos un ingrediente que yo no conociera. Hasta que mi salvación vino con un tarro de leche condensada donde habían recetas de postres y el pie de limón era una gran oportunidad de desquitarme de las derrotas previas con ese traicionero cítrico. Así que junté los ingredientes, preparé la masa con galletas de vainilla siguiendo al pie de la letra la receta, logré hacer el merengue sin contratiempos y el último paso para coronar ese atardecer era preparar el relleno antes de llevar el postre a refrigerar. Cuando pude empezar a pensar en que el éxito en el nuevo rubro de repostería ya estaba cercano, el pie ya estaba en la refrigeradora y me dispuse a lavar todos los cubiertos, platos y demás trastos que utilicé encontré una taza grande con un líquido medio verdoso claro que no había visto antes por estar tapada con otros utensilios. Grande fue mi sorpresa al darme cuenta que era todo el jugo del limón que jamás llegué a meter a la masa del postre. A mi familia le encantó mi pie de limón sin limón del cual sólo probé una cucharada a la que le hallé un gusto muy amargo que hizo que no lo volviera a probar, pero hasta hoy sospecho que no haya sido el sabor del pie de limón si no de cierto perdido orgullo...