jueves, 6 de noviembre de 2008

La Casa de San Isidro (Parte II)

El garage donde jugábamos tenis de mesa tenía una luz amarilla y en el pase al largo patio de piso rojo teníamos un fluorescente verde. Años más tarde me entendería porqué la mayoría de las casas tenían fluoresecentes de un extrañísimo color blanco. El patio pasaba al lado del comedor y la cocina hasta llegar a un cuarto que usábamos como almacen, delante del cual teníamos la lavadora al lado de un gran fregadero. En este cuarto guárdabamos montones de cosas de diferentes materiales, la mayoría de ellas antiguas. Pero lo más importante para mí eran las bicicletas y los patines. Mi tío que siempre iba y regresaba de los Estados Unidos nos trajo patines a mi hermana y a mi, los de cuatro ruedas en cada zapato, algo que era novedad en los años 80. Mi hermano manejaba una bicicleta de carrera y a veces nos jalaba por la pista hasta el parque de la esquina.

Cuando crecí un poco más, heredé la bicicleta de mi hermana y me costó mucho aprender a utilizarla. Como en el segundo piso contábamos con tres cuartos y había una gran parte sin construir, la que llamábamos azotea, me sirvió de campo para mis clases de bici. Puedo decir que aprendí a montar bicicleta en la azotea de mi casa. Cuando ya aprendí bien, empecé a salir a la calle con amigos a pasear, y me costó bastante, aunque lo tomé como un triunfo, poder sacar la canastilla blanca que iba pegada al timón, motivo de burla de mis amigos por ese entonces. El roche fue más fuerte que la utilidad de la canasta para llevar la bolsa del pan, que a veces me encargaban comprar.

Aparte de los tres cuartos del segundo piso al que se llegaba por la famosa escalera de madera la cual me gustaba mucho bajar saltando (aunque más de una vez bajé sentado por calcular mal los pasos), existía otra escalera cerca a la entrada, pasando por la "sala roja" que llegaba a un cuarto que tenía un balcón hacia la calle y su propio baño independiente. Allí sólo guárdamos libros en un closet y habían algunos muebles. Algunas veces me metí en él a hacer las tareas escolares, aunque se sentía tanta silencio al estar ahí, que terminaba dando miedo. Pero más temor daba el "patio de la virgen", donde teníamos la gran silla mecedora y dos grandes bancas largas de mármol presidiendo la pequeña gruta de la virgen María la cual tenía su propia luz: un fluorescente blanco. El temor era que a veces, cuando estaba jugando sólo en mi cuarto, escuchaba una voz de hombre o de mujer que me llamaba por mi nombre. El problema era que normalmente no había nadie más en la casa y que la voz o voces parecían provenir de la ventana del balcón de mi cuarto que daba a este patio, justo encima de la gruta de la virgen. Nunca le hice caso o abrí esa puerta para ver si alguien realmente me llamaba, simplemente nunca hice caso y hasta hoy no le encuentro explicación.

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