miércoles, 17 de diciembre de 2008

Frustraciones Infantiles

De pequeño hubo muchas cosas que quise hacer o al menos probar pero nunca pude. El necesitar permiso de los padres puede ser un gran impedimento, mas aun si eres el menor de tres hermanos y la diferencia de edad es grande. Como yo era, fui y soy "el más chiquito" de los hermanos a pesar de que algunas amigas dicen que soy "enorme", era el más protegido de la casa. Ejemplos hay muchos pero hay algunos que se quedaron para siempre en mi memoria. De algunos me cobré la revancha con los años. Otros aún están pendientes.

Siempre fue mi sueño ser boy scout. Siempre me llamó la aventura con y en la naturaleza. La prueba es que de niño jugaba solo en los jardines de la casa o en el parque de la esquina. Pero el hecho de viajar y conoce lugares nuevos más alejados de mi casa, o mejor aún de mi ciudad me seducía demasiado. Cuando estaba en primaria nos ofrecieron entrar al grupo de los boy scout. Los únicos requisitos eran tener esa sed de aventura, es decir, las ganas y traer el permiso firmado de los padres. Las ganas las tenía solo yo, mas no mis padres. "A tu hermano le fue muy mal y vino llorando". No importaba que yo no fuera mi hermano, mis padres no querían que yo sufriera como le pasó a él. "Se olvidaron la comida y sólo comieron tallarines mal hechos y les dio sed y regresó hasta con fiebre". No pude hacerles entender que si yo fuera de campamento lo último que me olvidaría sería la comida. Es más, podría olvidarme de todo el resto menos de ello.

A partir de los 18 años; ya trabajaba desde los 16; empecé a ir de campamento y a viajar. Fue difícil el convencer a mi familia de que los robos, atropellos, accidentes, asesinatos y descuartizamientos podían sucederme en Lima o estando también de viaje. Pero finalmente zarpé y tuve mi primer campamento el cual relataré más adelante. Después me fui muchas veces y era sabido que cada feriado largo, yo jamás estaba en Lima. De hecho que la vida da vueltas, muchas veces no pude irme de campamento por no tener carpa. Hoy que cuento con tres de diferentes tamaños, las mas de las veces no encuentro con quienes ir...

Otra oportunidad perdida es cuando quise entrar a la banda del colegio. Siempre quise aprender a tocar algún instrumento musical. No me importaba empezar con el famoso triangulito que algunos compañeros creían que era ridículo o humillante. Yo quería aprender, pero de nuevo me di con la misma pared: necesitaba permiso escrito de mis padres. Y ellos no querían que sintiera frustración alguna en caso de que después de las pruebas que se hacían para ingresar a la banda de música, no me aceptaran. El resultado es que sigo siendo tan falto de ritmo y desorejado como en esos tiempos. Es un reto pendiente aprender a tocar algo, aunque sea el triangulito.

Otra experiencia que no pude cumplir fue subirme a los carritos chocones. El primer impedimento era mi corta edad y tuve que esperar a cumplir la edad minima que ponian como regla. Cuando ya la tenia, no me dejaban subir porque seguro me iban a chocar... Tanto y tanto insisti que la unica vez que logré subir, fue acompañado de mi hermana, y será fácil suponer quién manejó. Así que en realidad, nunca choqué a nadie. Y de grande sería un poco complicado jugar a los carritos chocones con autos de verdad.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

"Es muy tímido"

El hecho de no hablar mucho hacía que no me comunicara casi con mis compañeros de clase, lo que hacía que me concentrara más en las clases. No sólo era la precaución de no hablar mucho, sino que no tenía mucho de qué hablar o al menos, no sabía con quién hacerlo. El primer grado me pareció muy fácil. En el segundo quedé como primer puesto del salón y en el tercer grado quedé segundo. La profesora me regaló una medallita que decía algo así como "Honor al Mérito" que debía llegar colgada al lado de la insignia. En ese tiempo utilizábamos el típico uniforme color rata: pantalón gris, camisa blanca y chompa gris oscuro si el clima lo ameritaba. La insignia, con el símbolo que caracterizaba al colegio, era lo único que nos diferenciaba de los alumnos de cualquier otro colegio, sea público o privado.

En tercer grado cuando estábamos saliendo del salón, uno de los otros niños me dijo algo inenteligible y me lanzó una cachetada que a decir verdad, casi ni me dolió, pero si me dio cólera. Estaba a punto de reaccionar para devolverla cuando C., el único otro niño que tenía el mismo apellido que yo, me detuvo la mano y me dijo: "si le respondes terminarán peleando y te quitarán la medalla de mérito". Y tenía razón, eso era lo que buscaba el tal J., quien me había golpeado: que me quiten la bendita medalla. En realidad, a mi me daba algo de roche llevarla ya que nunca he sido ostentoso, pero me dio cólera esa intención de provocarme. Así que hice lo que más le dolió: no reaccionar, darle la espalda y seguir caminando. Quizá fue entonces cuando aprendí a pensar antes de actuar, a darme cuenta de las consecuencias que pueden causar los actos de uno mismo. ¿Calculador? No lo sé, pero si entendí que era mejor pensar las cosas en frío, más calmado.

La primera vez que me sacaron a leer un libro delante de toda la clase, fue una experiencia terrible para mí. En esos años no tenía como saber que mi voz no era alta, que en realidad cuando yo creía gritar, las demás personas me escuchaban a un volumen normal. La explicación, que hallé algún tiempo más tarde, es que mis oídos eran (y son) bastante sensibles y que por lo tanto yo me escuchaba a mí mismo mucho más alto que a los demás. El estar parado allí, haciendo un esfuerzo sobrehumano para leer en voz alta (aún no sabía usar los músculos del abdomen para darle potencia a la voz ni que se la puede hacer rebotar en las paredes) delante de un montón de niños que me miraban con expresión de desconcierto (porque obviamente no escuchaban nada), hizo que me sintiera más que mal. La profesora decidió cambiarme por otro niño que leyera mejor y mientras iba a sentarme deseé jamás volver a estar en esa situación. Así nació mi "miedo escénico", el cual fue superado varios años más tarde. Nunca me ofrecí para leer nada delante de mis compañeros y tampoco hablaba casi. Mis notas eran muy buenas y mi conducta impecable lo que me valía los primeros puestos, pero también la misma anotación a la espalda de la libreta, todos los años: "es demasiado tímido".

En casa no entendían porque me tildaban de tímido ya que no era así cuando jugaba con mis amigos o con mis hermanos. En realidad, la Casa de San Isidro representaba para mí algo así como un refugio; quizá por ello la extraño tanto. En mi "cuartel general" nadie amenazaba con querer pegarme o con leer cosas en voz alta. Y tampoco necesitaba alzar la voz para que me escuchen, lo que parecía imposible en el colegio. Y no tuve mucho problema en hacer amigos "del barrio" que se fueron multiplicando con los años. Me convertí algo así como el "niño modelo", algo que internamente odiaba pues sabía que las mamás de mis amigos me utilizaban de ejemplo cuando ellos se portaban mal. Y en el colegio me convertí en "el mudo", debido a mis pocas palabras o ninguna durante muchos años.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Primer Día de Clases

Tendría unos cinco años cuando mi madre me avisó que debía dar un examen para entrar al colegio. "No te preocupes que seguro será fácil". El vaticinio resultó más que exacto, el examen fue efectivamente demasiado fácil, el ver dibujos de animales para ponerles el nombre correcto o cosas aún más fáciles que ya ni recuerdo, me decepcionaron un poco. Creo que la promesa de un reto me sedujo y al rendir esta prueba me quedé con cierto sinsabor. Pero lo olvidé pronto pues se acercaba mi primer día de clases en el colegio donde estudiaron mi padre, mis tíos y donde estudiaba mi hermano, así que me sentía algo emocionado. Yo ya había visto, tanto en el nido como en otros colegios, cómo muchos niños lloraban, chillaban o eran presa de una furibunda pataleta tratando de evitar que sus padres no los dejaran solos en ese gran patio donde no conocían a nadie.

En mi caso, nunca lloré por ello. Aunque no lo aparentara yo era, y aún soy, muy curioso. Así que esa particularidad me hizo sentir cómodo ante la posibilidad de conocer un nuevo lugar tan grande como era el local del colegio Maristas de San Isidro en 1980. Me quedé maravillado mirando los muros, el gran jardín con rayas blancas que luego sabría que no era tal sino una cancha de fútbol, el portón de entrada y salida, las columnas, etc. Todo ello me distrajo tanto que olvidé qué sección se me había asignado. El Maristas, al menos en ese entonces tenía 6 secciones, de la "A" hasta la "F", del primer al cuarto grado de primaria. Y yo había olvidado la letra que me correspondía así que no sabía muy bien qué hacer. Me preguntaba a mí mismo si sería prudente entrar a cualquier salón y que me indicaran qué hacer cuando vi a otro niño aparentemente de mi edad, cargando una carpeta. Se llamaba A. y parecía estar a punto de llorar, mas no de susto sino aparentemente de cólera. Una profesora se le acercó y le preguntó que le pasaba: lo habían cambiado de salón con carpeta y todo y no sabía donde quedaba el nuevo sitio de destino. Así que la profesora lo ayudó y de paso a mi también a ubicar dónde debía dirigirme.

Lo que más recuerdo de ese primer año es un salón lleno de estantes llenos de libros llenos de colores, y armarios llenos de plumones, crayolas, colores, etc. Para mí era como estar en el paraíso, siempre me ha gustado leer y también dibujar (a pesar de ser un cero a la izquierda en dibujo), pero eso no me detendría si me daban permiso para usar todo ese material.

El primer recreo fue inolvidable: cuando nos dejaron salir, no estaba seguro de qué hacer así que empecé a pasear por el patio a ver qué de interesante me deparaba el destino. No me deparó nada interesante sino estresante. Poco antes de que sonara el timbre que indicaba el regreso a clases se me acercó otro niño que dijo llamarse B. (en ese tiempo todos nos llamábamos por apellidos) diciendo que ya se había peleado con casi todos los del año y que quería saber cuál de nosotros dos pegaba. Era algo difícil que se hubiera peleado con otros 200 niños a mitad del primer día de clases así que le dije que en realidad a mi no me gustaba pelear y que no veía ninguna razón para hacerlo. Eso pareció enfurecerlo más y decirme que si no peleaba con él entonces yo era un marica. Quizá fue un error decirle que si quería dijera que él me pegaba porque de verdad no quería pelear (y me importaba un pepino esa sonsera de quién pegaba o no). Cuando parecía disponerse a pelear así yo no quisiera sonó el timbre salvador, a la vez que pasó cerca un niño de segundo año que le dijo "ya déjalo tranquilo o te vuelvo a pegar". Ante lo cual mi improvisado retador tuvo que irse murmurando "ya habrá oportunidad" o algo por el estilo.

No sabía entonces que mi paso por todos los años de colegio estaría marcado por situaciones similares: cuando alguien quería abusar de mi o agarrarme a golpes gratuitamente siempre aparecía alguien más grande que me protegía o tenía suerte de que se cruce algún profesor en el momento más indicado. De esta forma, nunca tuve una bronca ni la necesidad de pelear con nadie. Ni me hubiera convenido ya que era demasiado chato y demasiado flaco en comparación con los otros niños de mi edad. Y así, de esta forma también aprendí a callarme la boca y no responder a nada ni a nadie, ya que me di cuenta a tiempo que mi innato sarcasmo podría traerme duras complicaciones. Ello también hizo que tuviera fama de callado lo que daría paso a un apodo que me duró muchos años... pero esa es otra historia.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Juegos Peligrosos

En realidad el peligro era para los juguetes y no para mi. Tuve siempre la mala suerte de que los robots, trenes, máquinas, y todo lo que tuviera pilas y funcionara de esa manera tuviera un muy corto tiempo de vida y dejaran de funcionar adecuadamente, es decir, dejaran de funcionar. Siempre trataba de arreglarlos y muchas veces los desarmé para saber cual era el problema que presentaban. El principal problema que encontré es que después no sabía como re armarlos y cuando lograba hacerlo ya no fallaban, simplemente ya no funcionaban.

Otros juguetes que no duraron mucho fueron los innumerables muñecos y peluches que tuve de pequeño. La mayoría, por no decir todos, fueron creados, cosidos, y reconstruidos por mamama. Entre los que más recuerdo, había un mono de color crema con cabeza de plástico algo grande que a mi hermana se le dio por llamar "Clodomiro". Otro era Petete, de color verde con el cual jugué muchas veces sin saber si quiera que tenía su propio programa de televisión. El "Hombre Bestia" de He Man y "Tiger" de una serie similar también fueron mis juguetes preferidos durante algún tiempo cuando ya estaba más grande. Por lo menos hasta que sufrieron algunos accidentes: al "Hombre Bestia" se le rompió un brazo y a "Tiger", la cabeza. Estos últimos eran de plástico así que no pudieron ser reparados.

Pero el juguete estrella de toda mi niñez y adolescencia fueron los legos. Hoy en día ya no existen, los legos actuales vienen con instrucciones para armar y tienen una forma distinta a los de antes. Yo creo que los antiguos despertaban más la imaginación y lo obligaban a uno a pensar en diferentes alternativas. Lo que más me gustaba armar eran barcos, casas y naves espaciales. Mi hermano me enseñó a jugar guerra de barcos, la cual consistía en lanzarle un número determinado de legos a los barcos enemigos, los cuales se iban destruyendo poco a poco (desármandose debido al impacto de los improvisados proyectiles). Jugábamos en nuestro cuarto, a veces en alguna de las salas, o a veces jugaba yo solo con barcos construidos por mi. La verdad es que cualquier luego podía ser adecuado, siempre que uno tuviera una buena imaginación. Supongo que por eso mi madre se quejaba de que encontraba legos hasta en los muebles de la cocina...

Nunca supe si mi mamá lo comentó con uno de mis tíos (hermano de mi papá) o si él alguna vez se enteró que yo tenía legos y que era muy desordenado con ellos ya que siempre aparecían por cualquier parte de la casa. Pero una Navidad encontré un regalo debajo del árbol de Navidad el cual sonaba a legos cuando uno agitaba el paquete. En realidad, yo creía que era un rompecabezas pues en toda mi familia era conocida mi afición desde pequeño por los mismos. Únicamente la expresión de preocupación de mi madre me hizo sospechar que podría tratarse de otra cosa. La sorpresa fue grande cuando retiré el papel de regalo, buena para mi, fatal para mis padres, asumo debido a la cara que pusieron. La risa de mi tío me hizo estar seguro que sabía lo que hacía. Fue mi primer regalo con advertencia: o los guardaba como debía después de jugar o desaparecían. Así que me volví ordenado con los legos... por un tiempo. Tuve muchos más juguetes pero sólo he mencionado algunos bastante representativos y que recuerdo de diferentes épocas entremezcladas de cuando era niño. Más adelante seguramente iré recordando algunos más.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Una Dulce Infancia

Yo no diría que mi niñez fue tan dulce como podría suponerse debido al título de esta entrada. En realidad éste responde a que mi niñez no fue dulce, si no más bien, llena de dulces. El pomo de caramelos de mi abuela, la propina de mi papa que utilizaba para helados, las latas de galletas del comedor, configuraban parte de la cantidad de dulces a los que tuve acceso de pequeño. Eso sin contar las Noches de Brujas en que regresaba con una inmensa bolsa llena de dulces y caramelos.

"Mamama", como llamábamos a mi abuela por parte de madre, guardaba caramelos en un pequeño pomo con tapa que tenía forma de pera. Deoendiendo de su ánimo a la hora de comprar, podían haber caramelos de chicha, de limón, de café entre otros, así como los de perita, que eran los que más me gustaban. De estos últimos era usual que me comiera unos cinco o seis al día a riesgo de "que se te piquen los dientes", según decía mamá. No sólo mi abuela era una fuente de dulces para mí. Mi madre hacía tortas cada cierto tiempo o helados si era verano, aprovechando el horno de la gran cocina que teníamos y la espaciosa refrigeradora de entonces.

En el comedor teníamos una repisa de tres pisos y en el más alto habían cuatro latas de diferente tamaño las cuales siempre tenían galletas. La más pequeña siempre tenía galletas enanas tales como las hasta hoy famosas municiones o a veces de animalitos. Las que menos me gustaban eran las de soda, que se guardaban en la lata más grande. Pero cuando aprendí a echarles mantequilla y a veces también mermelada, mi gusto por ellas cambió radicalmente.

En esos años mi padre me daba una pequeña propina, aunque no recuerdo si semanal o diaria. Debe haber sido lo último ya que era sólo en los veranos y constaba de un sol, el cual utilizaba para comprar helados. El que más me gustaba era uno llamado Carioca, que era de limón o de naranja ya que siempre me han gustado los sabores. ácidos. Por ello, apenas recibía la ansiada moneda me sentaba en el murito de la puerta de entrada a mi casa a esperar que pase una carretilla de helados. La famosa corneta de los heladeros de D´onofrio anunciaban su presencia un par de cuadras antes. El verano que más recuerdo fue aquel en que mi tío, el que iba y venía de Estados Unidos, me trajo un modelo de sandalias que no se encontraba así no más en el Perú (eran los tiempos de Velasco): tenía una figura de superhéroe, la cual cambiaba según el ángulo desde el que se le mirara. Hubiera sido la envidia de mis amigos y un gran orgullo de parte mía si no fuera porque la figura era de la Mujer Maravilla... Supongo que es en parte, debido a ello, que nunca me ha agradado mucho usar sandalias.

Otra gran fuente de dulces, la más grande y que se daba una vez al año era Halloween o la "Noche de Brujas" en que todos los niños debíamos disfrazarnos y salir a pedir caramelos de puerta en puerta. Nos juntábamos en un grupo grande y siempre nos acompañaba algún padre. Quien no estuviera disfrazado era mal visto: no era posible que te pudiera desplazar de tu ración de caramelos alguien que no se había esforzado en disfrazarse de alguna forma. No recuerdo de qué salí vestido todos esos años, pero si recuerdo el botín: una grandísima bolsa de caramelos y chocolates que podía durarme un par de meses. El único disfraz que recuerdo es uno que marcó mi jubilación de la época de disfraces. Fue un disfraz de Mickey Mouse, para el cual mi madre me fabricó un par de orejas negras, un pantalón negro (que más parecía una panty) y una cola, como corresponde a todo ratón que se respete. Y pareció ser un éxito ya que los ¡mira! de muchos de los otros niños me aseguraban que se habían sorprendido con mi disfraz, en realidad el sorprendido y avergonzado fui yo cuando logré escuchar: ¡que roche, tiene cola! Y esa fue mi última noche de pedir caramelos.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Cuando todavía podía dormir...

Nunca le llegué a hacer caso a las voces, nunca lo comenté tampoco así que jamás sabré si me estaba volviendo loco o si alguien realmente me llamaba... desde donde no podía verlo. Más me gustaba mirar hacia el resto de mi cuarto, el cual era muy grande. De hecho cabían la cama de mi hermano y mi cuna. Quizá suene extraño pero dormí en una cuna hasta más o menos los 7 u 8 años. Ésta era muy grande y yo no crecí mucho hasta los 17 lo cual explica que haya podido utilizarla tanto tiempo. Nunca me traumaticé ni avergoncé por ello, más me parecía divertido aunque algo contraproducente: cuando me compraron una cama (en realidad fueron dos camas gemelas, una para mi hermano y una para mí) no podía evitar caerme de vez en cuando de ella, en la noche. La cuna demostró haber sido una gran seguridad por que no había como salirse. Yo tenía el sueño tan pesado que a pesar de caerme de las caídas, continuaba durmiendo en la pequeña alfombrita azul que teníamos cada hermano al lado de la misma.

Antes de dormir mi padre me acompañana a rezar, y luego me amarraba con las sábanas y frazadas. Sí, literalmente me amarraba para que no me destapara dormido ya que sabían que me movía mucho cuando dormía. Indefectiblemente todas las mañanas me despertaba destapado y con toda la ropa de cama en el piso. Lo único que siempre mantenía sobre ella eran las almohadas y a mí mismo... a veces. Como tenía el sueño tan pesado y era muy olvidadizo, cuando tenía que tomar pastillas, mi madre entraba con un vaso con agua y me hacían sentarme en la cama. Según me cuentan, me preguntaban si había tomado o no mi remedio y yo respondía sí o no. Dependiendo de ello me hacían tomarlo y luego me derrumbaba para seguir durmiendo y al día siguiente no recordaba nada. El problema era que las respuestas que daba estando semi-dormido no podían ser tan exactas. Un día me levanté a la una de la tarde. No podía despertar y dormí y dormí hasta esa hora en que por fin abrí los ojos sintiéndome algo mareado. Y cuando se me ocurrió preguntar acerca de la pastilla que me tocaba tomar la noche anterior, la cual sí había tomado y causaba somnolencia, resultó que dormido había dicho que no... y terminé dopado.

De pequeño era bien difícil que se me despierte. El sueño profundo hacía que tuvieran que zamaquearme para al menos abriera los ojos. Lo que podían tener éxito en la dura empresa de despertarme eran los temblores, a los cuales les tenía pánico, aunque más de una vez pensé que era un avión volando bajo y proseguí durmiendo. Solía dormir entre ocho y nueve horas por día y era raro que pudiera mantenerme despierto más allá de la medianoche. Lejos estaba de sospechar que años más tarde me costaría tanto quedarme dormido o al menos el sentir que había descansado después de dormir.

jueves, 6 de noviembre de 2008

La Casa de San Isidro (Parte II)

El garage donde jugábamos tenis de mesa tenía una luz amarilla y en el pase al largo patio de piso rojo teníamos un fluorescente verde. Años más tarde me entendería porqué la mayoría de las casas tenían fluoresecentes de un extrañísimo color blanco. El patio pasaba al lado del comedor y la cocina hasta llegar a un cuarto que usábamos como almacen, delante del cual teníamos la lavadora al lado de un gran fregadero. En este cuarto guárdabamos montones de cosas de diferentes materiales, la mayoría de ellas antiguas. Pero lo más importante para mí eran las bicicletas y los patines. Mi tío que siempre iba y regresaba de los Estados Unidos nos trajo patines a mi hermana y a mi, los de cuatro ruedas en cada zapato, algo que era novedad en los años 80. Mi hermano manejaba una bicicleta de carrera y a veces nos jalaba por la pista hasta el parque de la esquina.

Cuando crecí un poco más, heredé la bicicleta de mi hermana y me costó mucho aprender a utilizarla. Como en el segundo piso contábamos con tres cuartos y había una gran parte sin construir, la que llamábamos azotea, me sirvió de campo para mis clases de bici. Puedo decir que aprendí a montar bicicleta en la azotea de mi casa. Cuando ya aprendí bien, empecé a salir a la calle con amigos a pasear, y me costó bastante, aunque lo tomé como un triunfo, poder sacar la canastilla blanca que iba pegada al timón, motivo de burla de mis amigos por ese entonces. El roche fue más fuerte que la utilidad de la canasta para llevar la bolsa del pan, que a veces me encargaban comprar.

Aparte de los tres cuartos del segundo piso al que se llegaba por la famosa escalera de madera la cual me gustaba mucho bajar saltando (aunque más de una vez bajé sentado por calcular mal los pasos), existía otra escalera cerca a la entrada, pasando por la "sala roja" que llegaba a un cuarto que tenía un balcón hacia la calle y su propio baño independiente. Allí sólo guárdamos libros en un closet y habían algunos muebles. Algunas veces me metí en él a hacer las tareas escolares, aunque se sentía tanta silencio al estar ahí, que terminaba dando miedo. Pero más temor daba el "patio de la virgen", donde teníamos la gran silla mecedora y dos grandes bancas largas de mármol presidiendo la pequeña gruta de la virgen María la cual tenía su propia luz: un fluorescente blanco. El temor era que a veces, cuando estaba jugando sólo en mi cuarto, escuchaba una voz de hombre o de mujer que me llamaba por mi nombre. El problema era que normalmente no había nadie más en la casa y que la voz o voces parecían provenir de la ventana del balcón de mi cuarto que daba a este patio, justo encima de la gruta de la virgen. Nunca le hice caso o abrí esa puerta para ver si alguien realmente me llamaba, simplemente nunca hice caso y hasta hoy no le encuentro explicación.

martes, 14 de octubre de 2008

La Casa de San Isidro

En algún momento comenté que viví mis primeros 17 o 18 años en una casa de San Isidro. Siempre he pensado que las casas albergan ciertas energias, tanto positivas como negativas dependiendo de quiénes hayan vivido en ellas y qué haya pasado. Y por todo lo que viví en ella, la extraño mucho, a pesar de que ha sido modificada y el buen gusto con el que la construyeron haya sido asesinado por los nuevos dueños que ni siquiera conozco.

Algunas de las cosas que más extraño son los jardines, tanto el de la calle como el interior, así como mi cuarto en el segundo piso, el que tenía una ventana que daba hacia el jardín interior y permitía ver también los jardines de las casas vecinas. Justo la casa que estaba a la espalda de la nuestra tenía un árbol de paltas, que era tan grande y frondoso que cuando éstas estaban maduras, muchas veces algunas caían en nuestro lado. En ese tiempo aún comía palta, de vez en cuando, a pesar de que no me gusta mucho. De niño muchas veces me quedaba mirando por la ventana hacia el jardín, o hacia el cielo, no importaba hacia donde, lo importante era el paisaje general. Dejé de hacerlo cuando una vez, al abrir la persiana sentí un golpe suave en la cabeza y luego que algo me caminaba sobre la misma. Espantado me lo saqué de un manaso y cayó al suelo una araña poco más pequeña que mi mano. Mi siguiente reacción fue salir corriendo. Un insecto tan extraño y con una apariencia tan terrorífica tenía que ser peligroso según mi instinto infantil de conservación.

El jardín exterior también fue mi campo de juegos muchas veces. En esos años se podía jugar en la calle, sin miedo a robos, secuestros o demás. A veces dejaba mis juguetes tirados en el pasto mientras iba a almorzar y regresaba a seguir jugando. El que se volvió mi juguete favorito fue una pistola de agua. Como a un costado del jardín había una jardinera por el cual trepaban hormigas, mi diversión era atacarlas con mi pistola y hacerlas caer al jardín. Nunca supe cuántas maté porque todas son iguales, pero sí sé que nunca logré eliminarlas del todo. Mi juego fue cruelmente criticado por mi hermana explicándome, en los momentos en que la risa la dejaba hablar, que lo único que hacía era refrescarlas... El gran exterminador de hormigas se convertía en el aguatero de las mismas. Así que mi gran solución ante semejante vergüenza fue dejar en paz a los insectos y empezar jugar con carritos como todo "niño normal" según recomendación de mi hermana.

La puerta principal era de fierros negros y vidrio catedral, ubicada al centro de los dos jardines exteriores los cuales tenían un pequeño murito delante. Al ingresar, sobre la izquierda teníamos la "sala blanca", porque tenía sillones blancos y una mesita redonda al centro. De frente se veía un espejo rectangular del tamaño de una persona y sobre la derecha, un poco más adentro estaba la "sala roja", con sillones de obvio color rojo los cuales invitaban al sueño cada vez que alguien se echaba en ellos. Pero el cuarto favorito para mi cuando niño estaba a la derecha de la puerta principal: el "Cuarto de Juguetes". Las razones parecen obvias, pero lo ironico es que alli no guardabamos ningún juguete. Sólo los llevábamos allí para jugar y luego los regrésabamos a sus sitios en los respectivos cuartos. Esta habitación también servía de emergencia cuando alguien tenía alguna enfermedad contagiosa, ya que contaba con un sofá cama de color rojo, que era harto difícil de convertir en cama y viceversa. También teníamos una pequeña pizarra y la puerta de acceso al garage donde aprendería a jugar tenis de mesa. Para entonces no podía sospechar que este deporte se convertiría en parte casi indispensable de mi vida.

viernes, 3 de octubre de 2008

Mi Primer Dia de Playa




No tengo un recuerdo definido de cómo fue mi primer día de playa. Tampoco puedo asegurar si fue en Santa María o en la Herradura. Como a esta última íbamos mucho más seguido, es probable que haya sido allí. Y también porque en vacaciones íbamos en los días de semana. Los domingos los dejábamos para ir a Santa María que está mucho más lejos, al sur. Siempre llevábamos una pequeña piscinita inflable donde yo me bañaba, ya aún era muy pequeño para acercarme al mar. Ahí fue donde se inició mi ¿odio-temor? a los muy-muys. Un día a mi hermana o a mi madre se le ocurrió meter uno a mi piscina. El bicho corría por todo el contorno y yo casi me tiraba de cabeza fuera de la piscina hacia la arena salvadora. Nadie me explicó en ese entonces que esos bichos no hacían nada ni picaban, así que la solución ante la amenaza de un insecto tan feo era sólo una: escapar a toda costa.



Dicen mis hermanos que me gustaba mucho jugar con la arena, y sobre todo que me gustaba la arena porque me la comía. Según ellos, la lampa que tenía para hacer los tradicionales huecos en la arena, la usaba de cuchara para meterme la arena en la boca. Dudo que lo hayan inventado, ya que tengo un vago recuerdo de cierta arena algo crocante... Cuando íbamos a Santa María, recuerdo que mi mamá preparaba sánguches para el día. Ese solía ser nuestro almuerzo: triples con tomate, huevo y a veces atun. Y el gran termo de chicha o de algún refresco. Hasta ahora me gustan los sánguches que llevan tomate, quizá por la frescura que le dan al resto del pan.

Algo que me fue muy difícil fue aprender a bañarme en el mar. Al comienzo me llevaba mi mamá y casi en la orilla me cogía de los brazos y me hacía saltar las olas. Claro que eran pequeños tumbitos, pero para mí eran olasas. Y nunca me atrevía a ir más allá, le tenía mucho miedo al tamaño del mar, a las olas, a la gran masa de agua y sobre todo al imaginar que quizá no podría salir. Un buen día mi papá decidió hacerme perder el miedo al mar: me cargó y me metió al mar, mientras yo gritaba, lloraba y pataleaba de terror. Lloraba porque no quería que me metieran al mar, más allá de la orilla. El siguiente recuerdo que tengo es que yo lloraba y pataleaba porque no quería que me saquen del mar... Mi papá iba a sacarme cuando ya calculaban que tenía las manos y los pies arrugados.

A pesar de que aún no sabía nadar, me gustaba meterme lo más adentro que el miedo a las grandes olas me lo permitiera. Un placer que no podría darme en estos días, era el echarme al sol apenas salido del mar, sintiendo como el calor del sol me iba secando y me quedaba dormido. Siempre me gustó achicharrarme y jamás pasó por mi cabeza el usar un bronceador, ni siquiera existían aún los bloqueadores y el ozono era un tema algo lejano.

Pocos años después, encontramos una nueva playa de la cual algunos amigos nos habían hablado: la arena era distinta, más gruesa y no se pegaba al cuerpo como la de Santa María. Además se encontraba conchitas de colores y la visitaba poca gente. Así que un buen día decidimos conocerla. Fue así como empezamos a ir al "Silencio". Lo único que no me gustaba era la rampa de acceso y salida al mismo: un camino de tierra bastante empinado. Para entonces ya había descubierto mi miedo a la altura, uno de tantos miedos que trataría de ir superando con el tiempo, así que siempre me preocupaba la entrada o salida de la playa. Años después, se llenaría de restaurantes, ambulantes, montones de gente y sería un martirio visitarla, pero tuvimos la suerte de poder aprovecharla cuando todavía se asemejaba a un pequeño paraíso.

Los únicos contratiempos para mí, fueron la pérdida de algunos juguetes que se me ocurrió enterrar jugando. Alguna vez llevé carritos y les hice túneles en la arena y jugué a la persecución y al derrumbe, dejando los autitos atrapados bajo la arena. El juego nunca acabó porque hasta eld día de hoy deben seguir enterrados allí, ya que nunca los pude volver a encontrar. El otro contratiempo algo recurrente eran las erisipelas. Algunas de las veces que me tiraba a dormir al sol, éste no tenía compasión de mi espalda y yo regresaba a casa con un bonito color morado. Hasta hoy venden el caladryl que sirve para todo tipo de quemaduras. El olor del mismo, que siempre me agradó, me hace recordar siempre los tiempos de playa, cuando con el tiempo aprendí a perderlo el miedo al mar, pero nunca el respeto.

lunes, 22 de septiembre de 2008

El Nido de la Tia Lucila

No logro recordar cuándo ni cómo fue el primer día que fui al nido. Sólo sabía que mis dos hermanos mayores habían ya estado en él. Y que la tía Lucila era conocida en todo el barrio porque la mayoría de niños y niñas habían pasado por allí. No recuerdo tampoco su rostro, a lo más puedo recordar unos lentes semioscuros, pero lo que nunca pude olvidar fueron sus palabras dirigidas a mí cuando hice o intenté mi primera y última travesura: un día apenas terminó de hablar yo imité el "cua, cua, cua" de algunos dibujos animados de la época. No sabía ni en qué estaba pensando en ese momento, todos callaron y ella preguntó: ¿por qué lo hiciste? Mi sorpresa y desconcierto ante todos mirándome, fue tan grande que me puse a llorar. Lo siguiente que recuerdo es haber estado en brazos de la tía Lucila calmándome y que esa fue mi primera y última travesura en toda mi etapa infantil.

De las pocas cosas que recuerdo del nido, es que me desesperaba por aprender a leer. Y me frustraba el hecho de ver a niños más grandes (de 5 ya que yo tenía 4) leyendo sin que yo pudiera entender aún más que las figuras de los libros. Y aquí apareció alguien que me ayudó mucho y que recordaré siempre con cariño porque aprendí mucho de ella: Vanessa. Un día, casi cerca de terminar la sesión del nido, yo estaba jugando con plastilina. Para ese entonces no tenía mucha creatividad, así que mi mayor logro fue hacer una serpiente: un palo largo de plastilina. Fue entonces la primera vez que apareció Vanessa y le hizo una boca y colmillos. ¿Cómo no se me ocurrió? pensé. "Es fácil, sólo mira los dibujos de los libros", me dijo. Efectivamente, la serpiente con colmillos estaba dibujada en uno de los libros con los que trabajábamos. Y así fue como empecé a memorizar imágenes y asociarlas con palabras. Claro que en ese momento no tenía consciencia de lo que estaba logrando. Y de esta forma se me hizo más fácil aprender a leer. Y este fue el comienzo de mi primera amistad femenina, ya que desde entonces sólo jugaba con Vanessa a pesar de que era mucho mayor que yo (ella tenía 5 y yo 4).

Uno de nuestros juegos favoritos era armar casitas con unos bloques de madera similares a los legos. Y un día se nos ocurrió hacer un fuerte con murallas que estaba quedando bonito... hasta que a otros niños se les ocurrió jugar a destruir nuestro castillo, tirándole mas bloques. Nos molestamos y les gritamos, pero ellos sólo atinaban a tararear la acostumbrada broma tonta: "son novios... son novios". Nuestra solución fue reconstruir nuestro fuerte más rápido que lo que los otros niños podían destruirlo, hasta que se aburrieron de botar lo que se dieron cuenta que nosotros reconstruiríamos. Creo que así fue como aprendí la perseverancia. Y tuve que tenerla para poder aprender la famosa poesía del nido, que mis hermanos habían aprendido años antes y a lo que yo me vi obligado después. Hoy en día solo puedo recordar la primera estrofa: "hace 300 años que el jardín florecía... y lleno de perfumes, florece todavía..." Sólo recuerdo algo más acerca de un jilguero...

Otro recuerdo bastante vívido es el baile o fiesta que tuvimos. Obviamente bailé con Vanessa y sólo con ella. O debería decir que ella bailó conmigo... En realidad lo único quen hacíamos era cogernos de los brazos y dar vueltas, y cuando sentíamos que podíamos marearnos, cambiámos de dirección. Y estuvimos así todo el baile. Ya podrá uno imaginarse lo que decían todos: el sonsonete de siempre: "son novios, son novios"; pero ya habíamos aprendido a no hacerles caso. Nos convertimos en tolerantes sin saberlo.

Del nido me recogía la señora Angélica, nuestra empleada de entonces. O a veces la tía Juana. Yo no sabía llegar sólo, ya que quedaba muy lejos, a dos cuadras de mi casa. A los 4 años no tenía idea de cómo llegar... o regresar. Y un día se olvidaron de recogerme. En lugar de llorar como otros niños, me sentía extraño. Y estaba acompañado de otros dos niños. La tía Lucila nos dejó a cada uno en su casa, y desde entonces siempre admiré su dedicación a nosotros. No tengo memoria del último día de clases en el nido. Quizá fuera el del día del baile, quizá no. Lo gracioso es que pocos años después, cuando tenía aproximadamente 12 años, me contaron los amigos del barrio que Vanessa había ido a visitar a una amiga común. "Y dice que te conoce, que estuvieron en el mismo nido". Así que no pude evitar sentir cierta emoción por volver a verla después de tanto tiempo. Y cuando la vi, para ser sincero me asusté. Me pareció demasiado grande. Si se sabe que las mujeres se desarrollan más rápido que los hombres y que yo tenía 12 (era flaco y chato) y ella tenía 13 y era alta y desarrollada, mi impresión fue grande. La saludé y me fui. Nunca hablamos. Y siempre me arrepentí de mi impresión y de mi timidez... la cual me acompañaria buena parte de mi vida.

lunes, 15 de septiembre de 2008

La Tia Juana


Recuerdo haber tenido una familia numerosa en una casa muy grande. Los primeros 17 o 18 años de mi vida los viví en una casa en el distrito de San Isidro, a media cuadra de un parque que tenia una losa de cemento en medio. Yo era el menor de tres hermanos y vivÍa con ellos, mis dos padres, mi abuela por parte de madre y la tía Juana, hermana de mi abuela Gena.

Llevo un muy buen recuerdo de la tia Juana. A pesar de que suelo recordar más las cosas que me incomodan, sé que me queria mucho y agradezco el cariño y el cuidado que me brindó durante mis primeros años. Aunque también sé que desde entonces me comenzaría a volver algo rebelde, muy dentro de mi. Lo primero que recuerdo de ella es el verla preparándome la leche, poniéndole el azúcar, moviéndola, cortando mi pan, todo para el desayuno. Y me recuerdo a mi mismo molesto, porque no me dejaba hacerme nada yo mismo. A mi me gustaba preparar mi propia leche, mi propio pan, etcétera así tuviera recién cuatro o cinco años. Que no me dejara hacerlo me hacia sentir inútil, y yo sabía que no lo era. Y cuando no tenía aun que ir al nido, ella la hacía de compañera de juegos.

Mis sitios favoritos en la casa eran los jardines, de afuera (aunque era muy pequeño para que me dejen jugar en la calle) y el jardín del interior que estaba al pie del cuarto de mi abuela. A veces me daba miedo salir porque al lado de este jardín mi abuela criaba un gallo al que yo le tenía mucho miedo. Una vez que estaba en ese jardín, me subí al columpio más pequeño (teníamos uno grande de tres tablas: uno para cada hermano) y en eso vi salirse al gallo, que había decidido pasarse al jardin... y me dio mi primer ataque de pánico: me quedé petrificado viendo como avanzaba hacia mi. No recuerdo que hice o pasó después, se ha borrado de mi memoria, tan solo recuerdo a la tía Juana, diciéndome que los gallos no hacen nada y que no tenia de que asustarme. Asumo que ella fue quien me "salvó" de ese trance.

Poco tiempo después, mientras yo jugaba con una pelotita de plástico muy pequeña, ella se puso a jugar conmigo. Y con tal mala suerte que en un momento, en lugar de patearla la pisó y se resbaló cayendo al suelo. Por sus quejas supe que le dolió mucho, aunque no lloró, que hubiera sido lo lógico. Se encontraba más preocupada en que no le dijera nada a mi abuela ni a mi mamá. Yo sentía que era mi deber avisarles, le dolía mucho el brazo a ella y me preocupaba. Ese fue uno de mis primeros dilemas: ¿aviso para que la ayuden? ¿Le hago caso de no decir nada? Felizmente primó cierta lógica, no avisé... inmediatamente, si no algo más tarde. El resultado fue que al dia siguiente la tia Juana andaba con el brazo enyesado y me decía (aunque con cariño) que era mi culpa... no el haberse caído, si no que la hayan enyesado. Pero sanó pronto y el yeso se convirtió en historia.

No mucho tiempo después, fuimos a una especie de internado en Chaclacayo. A mi corta edad, no podía entender porque se había ido de la casa la tía Juana, ni sabia de problemas seniles ni cosas semejantes. Desde entonces, fuimos a visitarla cada vez que íbamos al club el Bosque, que era casi cada fin de semana. Vivía en un pequeño cuartito, que quedaba en un gran local donde habían montones de monjas. Con el tiempo, ya no la visitábamos tan seguido. Y para entonces yo ya estaba en primaria, cuando llegó la triste noticia: la tía Juana habia fallecido. Mis padres prefirieron que no vaya al velorio o al entierro. Supongo que pensaron que me afectaría demasiado, pero tampoco tuve que ir al colegio. Para que no me quede solo en casa, me dejaron en casa de los Halvich donde vivía Fico, un amigo (en ese entonces) del barrio y cuyo hermano mayor era amigo de mi hermano. Nunca pude decirle adiós a la tía Juana. Lo hice tiempo después en una iglesia. Y aprovecho estas lineas para agradecerle el tiempo y la paciencia que me dedicó mientras pudo hacerlo.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Uso de Razón

Algunos dicen que tengo una muy buena memoria, otros dicen que tengo memoria de pollo... otros dicen que tengo memoria de elefante, pero no precisamente por la memoria... Lo cierto es que soy capaz de recordar muchos detalles, hechos y conversaciones a veces intrascendentes. Ello es a la vez útil e inútil: tiene utilidad cuando sirve para recordar detalles de amigos y amigas y saber qué les gusta cuando se acerca su cumpleaños por ejemplo. Sería genial si yo fuera capaz de recordar los cumpleaños, empezando por el mío. Lo que no sirve es recordar tanta cosa que no tenga utilidad y la que mente se llene de cosas sin mucho sentido, lo cual explicaría el que olvide cosas tan simples como dónde puse mis llaves, o qué hice con el libro que estaba leyendo. Ello me ahorraría varios minutos, y hasta horas diría, de búsqueda en mi vida.

Pero vamos a lo que dice el título: es un recuerdo que en cierta forma me marcó porque no sé si alguien puede recordar cuándo es que empezó a tener uso de razón. Quizá sea lo más común del mundo, pero a mí me hizo en cierta forma empezar a cuestionarme muchas cosas desde entonces. Yo tenía cuatro años y lo recuerdo bien porque esa fue precisamente la razón por la que me di cuenta de que ya existía. Estaba sentado a la mesa roja del comedor de diario de mi antigua casa, almorzando y mirando al reloj de pared, de manecillas. Siempre me ha costado mucho leer la hora en ese tipo de relojes (¡adoro los relojes de cuarzo! aunque no use ninguno), pero vi que eran las 12 y me empecé a preguntar cuántas vueltas debía dar la manecilla de horas para completar un día. Y cuántas habría dado antes, y asi fui imaginándome hacia atrás, en meses y en años hasta que ya no podía retroceder más, pues el descubrimiento me cayó como un mazazo: no podía saber cuántas vueltas habría dado en más de cuatro años porque entonces... yo no existía.

Fue entonces, que me pregunté qué habría sido de mí antes de ello. ¿Era un fantasma? ¿Estaba destinado a nacer, esperando mi turno, cual partido de caballos en el hipódromo? Dentro de lo poco que pude averigüar, resultó que cuando dos persona se casaban, casi siempre tenían hijos. Y de hecho, como mis padres estaban casados, pues tenían hijos y yo era el tercero y último. Y seguía con la curiosidad: ¿Por qué las familias tienen diferentes números de hijos? ¿O no los tienen? La respuesta me parecía obvia, en algún lado había leido: "el milagro del matrimonio". Entonces, en eso consistía el milagro, una vez que un hombre y una mujer se casaban, el milagro del matrimonio hacía que tuvieran hijos, cuántos y si eran hombre o mujer eran decisión del de arriba. Y cuadraba perfecto con la historia de la Virgen María. Así que pasé la mayor parte de mi niñez creyendo firmemente ello, sin preguntar si era o no correcto. Total, ¿qué se le puede exigir a un niño de cuatro años?