jueves, 9 de septiembre de 2010

El Cocinero

Cuando tenía aproximadamente unos 11 años y ya me había empezado el ataque de hambre causado por el jarabe Rarical (ver entrada "Los Primeros Males"), me vi obligado a aprender a prepararme cosas que comer. Ya no podía vivir solamente de las galletas que vivían en las 4 latas del respostero del comedor. Además siempre me era complicado tener que subirme a una silla para alcanzar una lata llena de galletas que era casi de la cuarta parte de mi tamaña y tenia un peso similar. Entonces decidí sacar provecho de mis dotes de observador y empecé a investigar qué cosa me sería más fácil preparar por primera vez. Después de un mediodía de husmear en la cocina lo que hacían mi abuela y la empleada de entonces, ya había establecido mi primer objetivo: haría un huevo frito.

Había visto que utilizaban dos modalidades: a la sartén le echaban aceite o margarina para que se derrita y evitar que el huevo se pegue. Como a mí nunca me gustó la yema entera veía que el huevo lo abrían y metían en una taza para batirlo antes de meterlo al fuego. Como la primera vez que quise abrir uno; golpeándolo contra una mesa como había visto que hacía mi abuela; se convirtió en un desastre pegajoso de color amarillo y blanco, opté por utilizar una técnica diferente. Con el abrelatas abría un pequeño orificio para sacar la clara dentro de una taza y con el huevo ya semivacío no importaba si no lo rompía bien, además el huequito servía para debilitar la cáscara y llevar la yema a puerto seguro. Una vez derretida la mantequilla en la sartén y el huevo batido en la taza, lo que restaba era muy simple: echar el huevo batido en la sartén. Teniendo en cuenta mi tamaño, el de la sartén, el vaivén del huevo dentro de la taza y ser mi primera vez, el poder freírlo yo solo constituyó toda una hazaña. Fue el primer huevo más agradable que comí en mi vida. Lo había logrado yo solo.



Latimosamente comprobé que la cocina no estaba en los genes de toda la familia. Cuando mi hermano mayor se dio cuenta que podía realizar mi propio autoservicio y que también había ampliado mi gama a tortilla de huevo con hotdog, se empezó a antojar de lo mismo como lonche y me pidió varias veces que le preparara lo mismo a él también. No tenía problema pues me gustaba preparar cosas, pero decidí que llegó un momento en que él también debía aprender. No por nada era mayor que yo. Le expliqué detenidamente paso por paso cómo freir un simple huevo y cometí el error de retirarme de la cocina a atender otros asuntos más urgentes (como jugar con mis legos).

Cuando llegó a mis oídos una voz de auxilio bajé corriendo a la cocina y mi hermano se empezó a reir de la expresión de desconcierto que debo haber puesto. Parado en medio de la cocina, con la sartén en una mano y la espátula en la otra me preguntó: ¿Y ahora qué paso sigue? mirando al batido de huevo esparcido por todo el piso de la cocina... Desde entonces me vi obligado a ayudarlo con los lonches en lo sucesivo ya que representaba un peligro su presencia en la cocina. Para ser justo puedo decir que hoy cocina mil veces mejor que yo, pero al menos no le salen los mismos postres que aún hago de vez en cuando.