miércoles, 3 de diciembre de 2008

Primer Día de Clases

Tendría unos cinco años cuando mi madre me avisó que debía dar un examen para entrar al colegio. "No te preocupes que seguro será fácil". El vaticinio resultó más que exacto, el examen fue efectivamente demasiado fácil, el ver dibujos de animales para ponerles el nombre correcto o cosas aún más fáciles que ya ni recuerdo, me decepcionaron un poco. Creo que la promesa de un reto me sedujo y al rendir esta prueba me quedé con cierto sinsabor. Pero lo olvidé pronto pues se acercaba mi primer día de clases en el colegio donde estudiaron mi padre, mis tíos y donde estudiaba mi hermano, así que me sentía algo emocionado. Yo ya había visto, tanto en el nido como en otros colegios, cómo muchos niños lloraban, chillaban o eran presa de una furibunda pataleta tratando de evitar que sus padres no los dejaran solos en ese gran patio donde no conocían a nadie.

En mi caso, nunca lloré por ello. Aunque no lo aparentara yo era, y aún soy, muy curioso. Así que esa particularidad me hizo sentir cómodo ante la posibilidad de conocer un nuevo lugar tan grande como era el local del colegio Maristas de San Isidro en 1980. Me quedé maravillado mirando los muros, el gran jardín con rayas blancas que luego sabría que no era tal sino una cancha de fútbol, el portón de entrada y salida, las columnas, etc. Todo ello me distrajo tanto que olvidé qué sección se me había asignado. El Maristas, al menos en ese entonces tenía 6 secciones, de la "A" hasta la "F", del primer al cuarto grado de primaria. Y yo había olvidado la letra que me correspondía así que no sabía muy bien qué hacer. Me preguntaba a mí mismo si sería prudente entrar a cualquier salón y que me indicaran qué hacer cuando vi a otro niño aparentemente de mi edad, cargando una carpeta. Se llamaba A. y parecía estar a punto de llorar, mas no de susto sino aparentemente de cólera. Una profesora se le acercó y le preguntó que le pasaba: lo habían cambiado de salón con carpeta y todo y no sabía donde quedaba el nuevo sitio de destino. Así que la profesora lo ayudó y de paso a mi también a ubicar dónde debía dirigirme.

Lo que más recuerdo de ese primer año es un salón lleno de estantes llenos de libros llenos de colores, y armarios llenos de plumones, crayolas, colores, etc. Para mí era como estar en el paraíso, siempre me ha gustado leer y también dibujar (a pesar de ser un cero a la izquierda en dibujo), pero eso no me detendría si me daban permiso para usar todo ese material.

El primer recreo fue inolvidable: cuando nos dejaron salir, no estaba seguro de qué hacer así que empecé a pasear por el patio a ver qué de interesante me deparaba el destino. No me deparó nada interesante sino estresante. Poco antes de que sonara el timbre que indicaba el regreso a clases se me acercó otro niño que dijo llamarse B. (en ese tiempo todos nos llamábamos por apellidos) diciendo que ya se había peleado con casi todos los del año y que quería saber cuál de nosotros dos pegaba. Era algo difícil que se hubiera peleado con otros 200 niños a mitad del primer día de clases así que le dije que en realidad a mi no me gustaba pelear y que no veía ninguna razón para hacerlo. Eso pareció enfurecerlo más y decirme que si no peleaba con él entonces yo era un marica. Quizá fue un error decirle que si quería dijera que él me pegaba porque de verdad no quería pelear (y me importaba un pepino esa sonsera de quién pegaba o no). Cuando parecía disponerse a pelear así yo no quisiera sonó el timbre salvador, a la vez que pasó cerca un niño de segundo año que le dijo "ya déjalo tranquilo o te vuelvo a pegar". Ante lo cual mi improvisado retador tuvo que irse murmurando "ya habrá oportunidad" o algo por el estilo.

No sabía entonces que mi paso por todos los años de colegio estaría marcado por situaciones similares: cuando alguien quería abusar de mi o agarrarme a golpes gratuitamente siempre aparecía alguien más grande que me protegía o tenía suerte de que se cruce algún profesor en el momento más indicado. De esta forma, nunca tuve una bronca ni la necesidad de pelear con nadie. Ni me hubiera convenido ya que era demasiado chato y demasiado flaco en comparación con los otros niños de mi edad. Y así, de esta forma también aprendí a callarme la boca y no responder a nada ni a nadie, ya que me di cuenta a tiempo que mi innato sarcasmo podría traerme duras complicaciones. Ello también hizo que tuviera fama de callado lo que daría paso a un apodo que me duró muchos años... pero esa es otra historia.

1 comentario:

  1. Caray.... si en esa epoca hubieras tenido blog otro habria sido tu apodo.

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