miércoles, 10 de diciembre de 2008

"Es muy tímido"

El hecho de no hablar mucho hacía que no me comunicara casi con mis compañeros de clase, lo que hacía que me concentrara más en las clases. No sólo era la precaución de no hablar mucho, sino que no tenía mucho de qué hablar o al menos, no sabía con quién hacerlo. El primer grado me pareció muy fácil. En el segundo quedé como primer puesto del salón y en el tercer grado quedé segundo. La profesora me regaló una medallita que decía algo así como "Honor al Mérito" que debía llegar colgada al lado de la insignia. En ese tiempo utilizábamos el típico uniforme color rata: pantalón gris, camisa blanca y chompa gris oscuro si el clima lo ameritaba. La insignia, con el símbolo que caracterizaba al colegio, era lo único que nos diferenciaba de los alumnos de cualquier otro colegio, sea público o privado.

En tercer grado cuando estábamos saliendo del salón, uno de los otros niños me dijo algo inenteligible y me lanzó una cachetada que a decir verdad, casi ni me dolió, pero si me dio cólera. Estaba a punto de reaccionar para devolverla cuando C., el único otro niño que tenía el mismo apellido que yo, me detuvo la mano y me dijo: "si le respondes terminarán peleando y te quitarán la medalla de mérito". Y tenía razón, eso era lo que buscaba el tal J., quien me había golpeado: que me quiten la bendita medalla. En realidad, a mi me daba algo de roche llevarla ya que nunca he sido ostentoso, pero me dio cólera esa intención de provocarme. Así que hice lo que más le dolió: no reaccionar, darle la espalda y seguir caminando. Quizá fue entonces cuando aprendí a pensar antes de actuar, a darme cuenta de las consecuencias que pueden causar los actos de uno mismo. ¿Calculador? No lo sé, pero si entendí que era mejor pensar las cosas en frío, más calmado.

La primera vez que me sacaron a leer un libro delante de toda la clase, fue una experiencia terrible para mí. En esos años no tenía como saber que mi voz no era alta, que en realidad cuando yo creía gritar, las demás personas me escuchaban a un volumen normal. La explicación, que hallé algún tiempo más tarde, es que mis oídos eran (y son) bastante sensibles y que por lo tanto yo me escuchaba a mí mismo mucho más alto que a los demás. El estar parado allí, haciendo un esfuerzo sobrehumano para leer en voz alta (aún no sabía usar los músculos del abdomen para darle potencia a la voz ni que se la puede hacer rebotar en las paredes) delante de un montón de niños que me miraban con expresión de desconcierto (porque obviamente no escuchaban nada), hizo que me sintiera más que mal. La profesora decidió cambiarme por otro niño que leyera mejor y mientras iba a sentarme deseé jamás volver a estar en esa situación. Así nació mi "miedo escénico", el cual fue superado varios años más tarde. Nunca me ofrecí para leer nada delante de mis compañeros y tampoco hablaba casi. Mis notas eran muy buenas y mi conducta impecable lo que me valía los primeros puestos, pero también la misma anotación a la espalda de la libreta, todos los años: "es demasiado tímido".

En casa no entendían porque me tildaban de tímido ya que no era así cuando jugaba con mis amigos o con mis hermanos. En realidad, la Casa de San Isidro representaba para mí algo así como un refugio; quizá por ello la extraño tanto. En mi "cuartel general" nadie amenazaba con querer pegarme o con leer cosas en voz alta. Y tampoco necesitaba alzar la voz para que me escuchen, lo que parecía imposible en el colegio. Y no tuve mucho problema en hacer amigos "del barrio" que se fueron multiplicando con los años. Me convertí algo así como el "niño modelo", algo que internamente odiaba pues sabía que las mamás de mis amigos me utilizaban de ejemplo cuando ellos se portaban mal. Y en el colegio me convertí en "el mudo", debido a mis pocas palabras o ninguna durante muchos años.

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