lunes, 15 de septiembre de 2008

La Tia Juana


Recuerdo haber tenido una familia numerosa en una casa muy grande. Los primeros 17 o 18 años de mi vida los viví en una casa en el distrito de San Isidro, a media cuadra de un parque que tenia una losa de cemento en medio. Yo era el menor de tres hermanos y vivÍa con ellos, mis dos padres, mi abuela por parte de madre y la tía Juana, hermana de mi abuela Gena.

Llevo un muy buen recuerdo de la tia Juana. A pesar de que suelo recordar más las cosas que me incomodan, sé que me queria mucho y agradezco el cariño y el cuidado que me brindó durante mis primeros años. Aunque también sé que desde entonces me comenzaría a volver algo rebelde, muy dentro de mi. Lo primero que recuerdo de ella es el verla preparándome la leche, poniéndole el azúcar, moviéndola, cortando mi pan, todo para el desayuno. Y me recuerdo a mi mismo molesto, porque no me dejaba hacerme nada yo mismo. A mi me gustaba preparar mi propia leche, mi propio pan, etcétera así tuviera recién cuatro o cinco años. Que no me dejara hacerlo me hacia sentir inútil, y yo sabía que no lo era. Y cuando no tenía aun que ir al nido, ella la hacía de compañera de juegos.

Mis sitios favoritos en la casa eran los jardines, de afuera (aunque era muy pequeño para que me dejen jugar en la calle) y el jardín del interior que estaba al pie del cuarto de mi abuela. A veces me daba miedo salir porque al lado de este jardín mi abuela criaba un gallo al que yo le tenía mucho miedo. Una vez que estaba en ese jardín, me subí al columpio más pequeño (teníamos uno grande de tres tablas: uno para cada hermano) y en eso vi salirse al gallo, que había decidido pasarse al jardin... y me dio mi primer ataque de pánico: me quedé petrificado viendo como avanzaba hacia mi. No recuerdo que hice o pasó después, se ha borrado de mi memoria, tan solo recuerdo a la tía Juana, diciéndome que los gallos no hacen nada y que no tenia de que asustarme. Asumo que ella fue quien me "salvó" de ese trance.

Poco tiempo después, mientras yo jugaba con una pelotita de plástico muy pequeña, ella se puso a jugar conmigo. Y con tal mala suerte que en un momento, en lugar de patearla la pisó y se resbaló cayendo al suelo. Por sus quejas supe que le dolió mucho, aunque no lloró, que hubiera sido lo lógico. Se encontraba más preocupada en que no le dijera nada a mi abuela ni a mi mamá. Yo sentía que era mi deber avisarles, le dolía mucho el brazo a ella y me preocupaba. Ese fue uno de mis primeros dilemas: ¿aviso para que la ayuden? ¿Le hago caso de no decir nada? Felizmente primó cierta lógica, no avisé... inmediatamente, si no algo más tarde. El resultado fue que al dia siguiente la tia Juana andaba con el brazo enyesado y me decía (aunque con cariño) que era mi culpa... no el haberse caído, si no que la hayan enyesado. Pero sanó pronto y el yeso se convirtió en historia.

No mucho tiempo después, fuimos a una especie de internado en Chaclacayo. A mi corta edad, no podía entender porque se había ido de la casa la tía Juana, ni sabia de problemas seniles ni cosas semejantes. Desde entonces, fuimos a visitarla cada vez que íbamos al club el Bosque, que era casi cada fin de semana. Vivía en un pequeño cuartito, que quedaba en un gran local donde habían montones de monjas. Con el tiempo, ya no la visitábamos tan seguido. Y para entonces yo ya estaba en primaria, cuando llegó la triste noticia: la tía Juana habia fallecido. Mis padres prefirieron que no vaya al velorio o al entierro. Supongo que pensaron que me afectaría demasiado, pero tampoco tuve que ir al colegio. Para que no me quede solo en casa, me dejaron en casa de los Halvich donde vivía Fico, un amigo (en ese entonces) del barrio y cuyo hermano mayor era amigo de mi hermano. Nunca pude decirle adiós a la tía Juana. Lo hice tiempo después en una iglesia. Y aprovecho estas lineas para agradecerle el tiempo y la paciencia que me dedicó mientras pudo hacerlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario