viernes, 3 de octubre de 2008

Mi Primer Dia de Playa




No tengo un recuerdo definido de cómo fue mi primer día de playa. Tampoco puedo asegurar si fue en Santa María o en la Herradura. Como a esta última íbamos mucho más seguido, es probable que haya sido allí. Y también porque en vacaciones íbamos en los días de semana. Los domingos los dejábamos para ir a Santa María que está mucho más lejos, al sur. Siempre llevábamos una pequeña piscinita inflable donde yo me bañaba, ya aún era muy pequeño para acercarme al mar. Ahí fue donde se inició mi ¿odio-temor? a los muy-muys. Un día a mi hermana o a mi madre se le ocurrió meter uno a mi piscina. El bicho corría por todo el contorno y yo casi me tiraba de cabeza fuera de la piscina hacia la arena salvadora. Nadie me explicó en ese entonces que esos bichos no hacían nada ni picaban, así que la solución ante la amenaza de un insecto tan feo era sólo una: escapar a toda costa.



Dicen mis hermanos que me gustaba mucho jugar con la arena, y sobre todo que me gustaba la arena porque me la comía. Según ellos, la lampa que tenía para hacer los tradicionales huecos en la arena, la usaba de cuchara para meterme la arena en la boca. Dudo que lo hayan inventado, ya que tengo un vago recuerdo de cierta arena algo crocante... Cuando íbamos a Santa María, recuerdo que mi mamá preparaba sánguches para el día. Ese solía ser nuestro almuerzo: triples con tomate, huevo y a veces atun. Y el gran termo de chicha o de algún refresco. Hasta ahora me gustan los sánguches que llevan tomate, quizá por la frescura que le dan al resto del pan.

Algo que me fue muy difícil fue aprender a bañarme en el mar. Al comienzo me llevaba mi mamá y casi en la orilla me cogía de los brazos y me hacía saltar las olas. Claro que eran pequeños tumbitos, pero para mí eran olasas. Y nunca me atrevía a ir más allá, le tenía mucho miedo al tamaño del mar, a las olas, a la gran masa de agua y sobre todo al imaginar que quizá no podría salir. Un buen día mi papá decidió hacerme perder el miedo al mar: me cargó y me metió al mar, mientras yo gritaba, lloraba y pataleaba de terror. Lloraba porque no quería que me metieran al mar, más allá de la orilla. El siguiente recuerdo que tengo es que yo lloraba y pataleaba porque no quería que me saquen del mar... Mi papá iba a sacarme cuando ya calculaban que tenía las manos y los pies arrugados.

A pesar de que aún no sabía nadar, me gustaba meterme lo más adentro que el miedo a las grandes olas me lo permitiera. Un placer que no podría darme en estos días, era el echarme al sol apenas salido del mar, sintiendo como el calor del sol me iba secando y me quedaba dormido. Siempre me gustó achicharrarme y jamás pasó por mi cabeza el usar un bronceador, ni siquiera existían aún los bloqueadores y el ozono era un tema algo lejano.

Pocos años después, encontramos una nueva playa de la cual algunos amigos nos habían hablado: la arena era distinta, más gruesa y no se pegaba al cuerpo como la de Santa María. Además se encontraba conchitas de colores y la visitaba poca gente. Así que un buen día decidimos conocerla. Fue así como empezamos a ir al "Silencio". Lo único que no me gustaba era la rampa de acceso y salida al mismo: un camino de tierra bastante empinado. Para entonces ya había descubierto mi miedo a la altura, uno de tantos miedos que trataría de ir superando con el tiempo, así que siempre me preocupaba la entrada o salida de la playa. Años después, se llenaría de restaurantes, ambulantes, montones de gente y sería un martirio visitarla, pero tuvimos la suerte de poder aprovecharla cuando todavía se asemejaba a un pequeño paraíso.

Los únicos contratiempos para mí, fueron la pérdida de algunos juguetes que se me ocurrió enterrar jugando. Alguna vez llevé carritos y les hice túneles en la arena y jugué a la persecución y al derrumbe, dejando los autitos atrapados bajo la arena. El juego nunca acabó porque hasta eld día de hoy deben seguir enterrados allí, ya que nunca los pude volver a encontrar. El otro contratiempo algo recurrente eran las erisipelas. Algunas de las veces que me tiraba a dormir al sol, éste no tenía compasión de mi espalda y yo regresaba a casa con un bonito color morado. Hasta hoy venden el caladryl que sirve para todo tipo de quemaduras. El olor del mismo, que siempre me agradó, me hace recordar siempre los tiempos de playa, cuando con el tiempo aprendí a perderlo el miedo al mar, pero nunca el respeto.

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