lunes, 8 de noviembre de 2010

Mi Primera Mascota (2da parte)

Mi primera mascota fue en cuanto a propiedad mi pihuicho (perico verde del Amazonas). Nos regalaron dos, uno para mi hermana y uno para mí. Mi loro como lo llamábamos era el más grande y de hecho algo más viejo, aunque nunca tuvimos idea de que edad podría tener. Como el loro de mi hermana se escapó al poco tiempo compramos otro que era también algo pequeño parecido al que se fugó. Los dos primeros días recibió una pequeña paliza de parte del loro antiguo, "derecho de piso" supongo. Cuando al tercer día ya sospechábamos que no sería muy prudente mantenerlos juntos en la misma jaula los encontramos rascándose mutuamente lo cual era señal inequívoca de que habían firmado la paz (o la rendición en el caso del loro más pequeño).

Fue poco tiempo después cuando empezaron a revelar su verdadera personalidad: llegamos a la conclusión de que no eran pericos normales. Es difícil de explicar, quizá baste el siguiente ejemplo: un tiempo se empezaron a arrancar ellos mismos las plumas del cuello y como paraban pelados de esa parte cual cóndores, decidimos llevarlos al veterinario. Una de las teorías del cándido doctor es que estaban mudando de plumas, pero cuatro meses seguidos era demasiado para que siguieran com disfrazados de buitre. Su otra teoría es que quizá debíamos darles una alimentación más variada y no solamente alpiste. Nuestra carcajada debido escucharse en tres distritos a la redonda lo que hizo preguntar al sorprendido doctor: ¿qué comen? Cuando mi hermana y yo pudimos dejar de reírnos le explicamos que el alpiste lo escupían al igual que la quinua, comían fruta como buenas aves y también choclo... y arroz sancochado y crema huancaína y helado de lúcuma (no les gustó el de fresa) y galletas de vainilla (desde las probaron nunca más le hicieron caso a las galletas de soda). Algo similar ocurría con el pan francés y el pan de yema, siempre optaban por lo más dulce. Claro que su dieta básica esa arroz y fruta, pero cuando veían algo diferente que comíamos se desesperaban por probarlo. Los chillidos y aleteos eran bastante elocuentes.



También se portaban así cuando querían que los acuesten. Ya he contado que pasaban el día encima de su jaula y rara vez se bajaban de ella, a no ser que quisieran que los lleven a dormir. Cuando vivíamos en San Isidro los poníamos en un patio sobre una banca larga y cuando ya estaba oscureciendo el loro mayor se bajaba de la jaula corría hasta el borde de la banca, chillaba y aleteaba y cuando veía a alguien a través de los ventanales regresaba a la jaula y levantaba el trapo con que la cubríamos con el pico. Era su forma de decir que ya tenían sueño y querían irse a dormir. Cuando estábamos ya en Jesús María bastaba que cogiéramos su trapo para que entren corriendo a su jaula. Su dormitorio era la lavandería donde pasaban la noche con la jaula tapada y la puerta amarrada.

¿Puerta amarrada? se preguntará el buen lector. Así es, era para que no se escapen: después de dos semanas de encontrar a los dos loros chillando desde las 6 de la mañana sobre los cordeles de ropa recién lavada (ensuciándola de paso) llegué a la conclusión de que debía convertirme en una especie de centinela para averiguar cómo rayos podían salirse de la jaula si los acostábamos con la puerta cerrada y cuando los encontrábamos fuera de ella la puerta seguía así. Si hubiera tenido una cámara hubiéramos ganado un concurso de videos hechos en casa. Al apostarme una mañana muy temprano desde un rincón de la lavandería tapado con ropa y habiendo dejado un poco levantado el trapo que cubría la jaula a la altura de la puerta me di con la mayor sorpresa de mi vida: el loro grande, es decir, el más viejo (y aquí cabe perfecto lo de que el diablo sabe más por viejo...) se paraba delante, giraba su cuello y encajaba su pico con el borde inferior de la puerta, dejaba que el otro loro salga y manteniendo la puerta levantada este emplumado sucesor de Houdini giraba su cuerpo hasta quedar fuera de la jaula y la bajaba lentamente hasta volver a cerrarla.

La solución fue empezar a amarrar la puerta de la jaula con un pedazo de alambre para que no se salieran. La solución fue buena, pero duró más o menos un par de meses en que empezaron a escaparse nuevamente. Esta vez parecía no haber lógica. La puerta seguía cerrada y amarrada y no se veía por dónde podrían salirse. Uno de los días que se me ocurrió entrar a la lavandería muy tarde en la noche encontré la respuesta. El sonido repetitivo de pequeños golpesitos metálicos me llamó la atención y al destapar la jaula sorprendí a mi loro trabajando cual preso limando su barrote: estaba trabajando con su pico el barrote de la jaula hasta romperlo. Era así como se salían, empujaban el barrote, previamente zafado de la jaula por la parte superior (y que no se notaba) y se salían por ahí. Ello nos obligó a comprar otra jaula ya que al parecer sí era Houdini en versión ornitológica.

Desde ese descubrimiento tuvimos que comprar unas tres jaulas más durante el tiempo que los tuvimos. Resta contar muchas más experiencias con esos pericos increíbles que formaron parte importante de nuestras vidas.