martes, 14 de octubre de 2008

La Casa de San Isidro

En algún momento comenté que viví mis primeros 17 o 18 años en una casa de San Isidro. Siempre he pensado que las casas albergan ciertas energias, tanto positivas como negativas dependiendo de quiénes hayan vivido en ellas y qué haya pasado. Y por todo lo que viví en ella, la extraño mucho, a pesar de que ha sido modificada y el buen gusto con el que la construyeron haya sido asesinado por los nuevos dueños que ni siquiera conozco.

Algunas de las cosas que más extraño son los jardines, tanto el de la calle como el interior, así como mi cuarto en el segundo piso, el que tenía una ventana que daba hacia el jardín interior y permitía ver también los jardines de las casas vecinas. Justo la casa que estaba a la espalda de la nuestra tenía un árbol de paltas, que era tan grande y frondoso que cuando éstas estaban maduras, muchas veces algunas caían en nuestro lado. En ese tiempo aún comía palta, de vez en cuando, a pesar de que no me gusta mucho. De niño muchas veces me quedaba mirando por la ventana hacia el jardín, o hacia el cielo, no importaba hacia donde, lo importante era el paisaje general. Dejé de hacerlo cuando una vez, al abrir la persiana sentí un golpe suave en la cabeza y luego que algo me caminaba sobre la misma. Espantado me lo saqué de un manaso y cayó al suelo una araña poco más pequeña que mi mano. Mi siguiente reacción fue salir corriendo. Un insecto tan extraño y con una apariencia tan terrorífica tenía que ser peligroso según mi instinto infantil de conservación.

El jardín exterior también fue mi campo de juegos muchas veces. En esos años se podía jugar en la calle, sin miedo a robos, secuestros o demás. A veces dejaba mis juguetes tirados en el pasto mientras iba a almorzar y regresaba a seguir jugando. El que se volvió mi juguete favorito fue una pistola de agua. Como a un costado del jardín había una jardinera por el cual trepaban hormigas, mi diversión era atacarlas con mi pistola y hacerlas caer al jardín. Nunca supe cuántas maté porque todas son iguales, pero sí sé que nunca logré eliminarlas del todo. Mi juego fue cruelmente criticado por mi hermana explicándome, en los momentos en que la risa la dejaba hablar, que lo único que hacía era refrescarlas... El gran exterminador de hormigas se convertía en el aguatero de las mismas. Así que mi gran solución ante semejante vergüenza fue dejar en paz a los insectos y empezar jugar con carritos como todo "niño normal" según recomendación de mi hermana.

La puerta principal era de fierros negros y vidrio catedral, ubicada al centro de los dos jardines exteriores los cuales tenían un pequeño murito delante. Al ingresar, sobre la izquierda teníamos la "sala blanca", porque tenía sillones blancos y una mesita redonda al centro. De frente se veía un espejo rectangular del tamaño de una persona y sobre la derecha, un poco más adentro estaba la "sala roja", con sillones de obvio color rojo los cuales invitaban al sueño cada vez que alguien se echaba en ellos. Pero el cuarto favorito para mi cuando niño estaba a la derecha de la puerta principal: el "Cuarto de Juguetes". Las razones parecen obvias, pero lo ironico es que alli no guardabamos ningún juguete. Sólo los llevábamos allí para jugar y luego los regrésabamos a sus sitios en los respectivos cuartos. Esta habitación también servía de emergencia cuando alguien tenía alguna enfermedad contagiosa, ya que contaba con un sofá cama de color rojo, que era harto difícil de convertir en cama y viceversa. También teníamos una pequeña pizarra y la puerta de acceso al garage donde aprendería a jugar tenis de mesa. Para entonces no podía sospechar que este deporte se convertiría en parte casi indispensable de mi vida.

viernes, 3 de octubre de 2008

Mi Primer Dia de Playa




No tengo un recuerdo definido de cómo fue mi primer día de playa. Tampoco puedo asegurar si fue en Santa María o en la Herradura. Como a esta última íbamos mucho más seguido, es probable que haya sido allí. Y también porque en vacaciones íbamos en los días de semana. Los domingos los dejábamos para ir a Santa María que está mucho más lejos, al sur. Siempre llevábamos una pequeña piscinita inflable donde yo me bañaba, ya aún era muy pequeño para acercarme al mar. Ahí fue donde se inició mi ¿odio-temor? a los muy-muys. Un día a mi hermana o a mi madre se le ocurrió meter uno a mi piscina. El bicho corría por todo el contorno y yo casi me tiraba de cabeza fuera de la piscina hacia la arena salvadora. Nadie me explicó en ese entonces que esos bichos no hacían nada ni picaban, así que la solución ante la amenaza de un insecto tan feo era sólo una: escapar a toda costa.



Dicen mis hermanos que me gustaba mucho jugar con la arena, y sobre todo que me gustaba la arena porque me la comía. Según ellos, la lampa que tenía para hacer los tradicionales huecos en la arena, la usaba de cuchara para meterme la arena en la boca. Dudo que lo hayan inventado, ya que tengo un vago recuerdo de cierta arena algo crocante... Cuando íbamos a Santa María, recuerdo que mi mamá preparaba sánguches para el día. Ese solía ser nuestro almuerzo: triples con tomate, huevo y a veces atun. Y el gran termo de chicha o de algún refresco. Hasta ahora me gustan los sánguches que llevan tomate, quizá por la frescura que le dan al resto del pan.

Algo que me fue muy difícil fue aprender a bañarme en el mar. Al comienzo me llevaba mi mamá y casi en la orilla me cogía de los brazos y me hacía saltar las olas. Claro que eran pequeños tumbitos, pero para mí eran olasas. Y nunca me atrevía a ir más allá, le tenía mucho miedo al tamaño del mar, a las olas, a la gran masa de agua y sobre todo al imaginar que quizá no podría salir. Un buen día mi papá decidió hacerme perder el miedo al mar: me cargó y me metió al mar, mientras yo gritaba, lloraba y pataleaba de terror. Lloraba porque no quería que me metieran al mar, más allá de la orilla. El siguiente recuerdo que tengo es que yo lloraba y pataleaba porque no quería que me saquen del mar... Mi papá iba a sacarme cuando ya calculaban que tenía las manos y los pies arrugados.

A pesar de que aún no sabía nadar, me gustaba meterme lo más adentro que el miedo a las grandes olas me lo permitiera. Un placer que no podría darme en estos días, era el echarme al sol apenas salido del mar, sintiendo como el calor del sol me iba secando y me quedaba dormido. Siempre me gustó achicharrarme y jamás pasó por mi cabeza el usar un bronceador, ni siquiera existían aún los bloqueadores y el ozono era un tema algo lejano.

Pocos años después, encontramos una nueva playa de la cual algunos amigos nos habían hablado: la arena era distinta, más gruesa y no se pegaba al cuerpo como la de Santa María. Además se encontraba conchitas de colores y la visitaba poca gente. Así que un buen día decidimos conocerla. Fue así como empezamos a ir al "Silencio". Lo único que no me gustaba era la rampa de acceso y salida al mismo: un camino de tierra bastante empinado. Para entonces ya había descubierto mi miedo a la altura, uno de tantos miedos que trataría de ir superando con el tiempo, así que siempre me preocupaba la entrada o salida de la playa. Años después, se llenaría de restaurantes, ambulantes, montones de gente y sería un martirio visitarla, pero tuvimos la suerte de poder aprovecharla cuando todavía se asemejaba a un pequeño paraíso.

Los únicos contratiempos para mí, fueron la pérdida de algunos juguetes que se me ocurrió enterrar jugando. Alguna vez llevé carritos y les hice túneles en la arena y jugué a la persecución y al derrumbe, dejando los autitos atrapados bajo la arena. El juego nunca acabó porque hasta eld día de hoy deben seguir enterrados allí, ya que nunca los pude volver a encontrar. El otro contratiempo algo recurrente eran las erisipelas. Algunas de las veces que me tiraba a dormir al sol, éste no tenía compasión de mi espalda y yo regresaba a casa con un bonito color morado. Hasta hoy venden el caladryl que sirve para todo tipo de quemaduras. El olor del mismo, que siempre me agradó, me hace recordar siempre los tiempos de playa, cuando con el tiempo aprendí a perderlo el miedo al mar, pero nunca el respeto.